Lou Reed, camino de redención
Anthony DeCurtis, periodista de «Rolling Stone», publica la biografía definitiva del músico, un paseo por su lado salvaje sin olvidar las influencias y pérdidas que marcaron su personalidad.
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Anthony DeCurtis, periodista de «Rolling Stone», publica la biografía definitiva del músico, un paseo por su lado salvaje sin olvidar las influencias y pérdidas que marcaron su personalidad.
Lou Reed pisó uno a uno todos los peldaños de la escalera que le condujo hasta la cima –con momentos de dantesco descenso–, en la que habría de encontrar la gran revelación, la única que le esperaba: la de Lewis Allan Reed, nacido el 2 de marzo de 1942 en Brooklyn, Nueva York, en el seno de una familia judía originaria del Este de Europa, entre rusos y polacos. Siempre supo lo que quería, lo que estaba buscando, y todo lo que encontró le estuvo esperando pacientemente. La biografía de Anthony DeCurtis «Lou Reed. Una vida» (Libros de la Cúpula) recorre esa flecha lanzada con exceso de predestinación. Pero así es la vida cuando alguien la cuenta: un camino de redención. Desde joven, Reed quiso combinar su ambición literaria con la inmediarez del rock and roll, que él mismo fuese tratado como un artista. Este fue el principio.
Primer escalón: Delmore Schwartz
Fue justo en la Universidad de Siracusa donde Lou Reed creyó que tenía una carrera de escritor por delante. Pensó que el rock and roll podía servir para difundir las letras de los poetas a los que admiraba y las suyas, pero hasta que no conoció a Delmore Schwartz no comprendió que no valía la pena escribir de lo que no se había sufrido. Él quería ser como Schwartz, el autor de «En los sueños empiezan las responsabilidades» –única obra traducida al castellano–, a pesar de que éste le aconsejaba de que no malgastase su vida en una música insustancial y emprendiese su carrera de escritor. Reed asistía a sus clases sobre «Finnegans Wake», de James Joyce, además de acudir a un bar, el Orange, donde se instalaba en la última mesa, y emitir sus opiniones (dicen que el joven Lou «hablaba siempre en bastardilla»), aún alcoholizado el maestro, borracho todo el día, paranoico y respetado (John F. Kennedy le invitó a su investidura en 1961, pero la acreditación llegó tarde porque no tenía un lugar fijo de residencia). Pasado el tiempo, Reed confensó que Schwartz lo amenazaba con salir de la tumba si vendía o traicionaba su talento literario. Puede que esa fuese una de las claves de lo que vendría después, The Velvet Underground: hacer algo que pusiera a la audiencia en su contra.
Segundo escalón: John Cale
Reed fue contratado en la casa discográfica Pickwick como compositor, donde conoció a un músico de formación clásica, galés aunque refinado, de inspiración minimalista, que también quería ensayar sobre los límites del arte. Al poco, John Cale y Lou Reed andaban tocando en las calles de Harlem, lo que no dejaría de ser pintoresco: la viola el primero; la guitarra el segundo. Reed odiaba el folk, y Cale se dio cuenta pronto. Reed le inyectó heroína a Cale y ambos compartieron hepatitis, un tránsito que les unió hasta el final. No se había oído nada igual hasta entonces. Las primeras canciones, «Heroin», «I’m Waiting for the Man», «All Tomorrow’s Parties» y «Venus in Furs», no era canción protesta, ni la fórmula exigida por las radios. Era otro cosa. Eran letras que llamaban a una puerta que no se abría fácilmente: pensamientos oscuros, penumbra, la zona oculta de las pasiones humanas –drogas, prostitución, sadismo–, inquietantes baladas de domingo que anunciaban lo peor (ya lo escribió Rilke, «lo bello no es más que el comienzo de lo terrible»); una música tocada con una desgana fatídica, que parecía venir de un cabaret cerrado muchos años atrás, o interpretando con desprecio los patrones del rock. Reed dijo que se negaba a tocar los tres acordes del blues. La crítica los despreció. Primero tocaron en una universidad y luego en el Café Bizarre, en el Greenwich Village neoyorquino. Reed empezaba a vislumbrar lo que quería: alejarse de rock and roll «mainstream» –concepto reiteradamente empleado por DeCurtis– y mostrar su propia influencia cultural. Una noche apareció por el Bizarre Andy Warhol. Ya nada volvería a ser igual.
Tercer escalón: Andy Warhol
The Factory, el templo desde el que Warhol impartía doctrina –o el agujero negro que lo absorbía todo–, le abrió las puertas a Lou Reed como ejemplo de artista vanguardista, aunque incontrolable. Así lo vio pronto el cineasta Paul Morrissey –segundo en el mando de The Factory–, cuando comprendió que el alma de The Velvet Underground tenía una conducta realmente implacable. Aun y así impuso que la banda necesesitaba un toque exótico y sofisticado –no lo diría por Maureen Tucke, que tocaba la batería como tambores primitivos– y propuso la contratación como voz de la alemana Christa Päffgen, Nico, rubia casi transparente, con un pasado de modelo, algunas apariciones cinematográficas –como en «La dolce vita» de Fellini– y una personalidad fría y distante como su altura. Puso voz a cuatro temas del primer disco de The Velvet Underground & Nico (Reed nunca la aceptó como miembro de la banda). Es fácil entender que la portada con el célebre plátano y el nombre de su creador, Andy Warhol, no del grupo, indicaba que la marca –como las sopas «Campbell»– era suya, pero las canciones eran de Lou Reed (y algunas de John Cale). Lou no quería a Nico –a pesar de algún escarceo amoroso–, como luego tampoco quiso a Cale, hasta que después de cinco discos abandonó la Velvet, habiendo dejado escritas algunas de las canciones que le acompañarían siempre: «Sweet Jane», «Candy Says», «Rock & Roll», «Caroline».
Cuarto escalón: David Bowie
En «Transformer» (1972) está escrito todo lo que quería hacer Lou Reed. Hizo más, pero ahí estaba todo. Fue David Bo-wie quien propuso producirlo. Como un buen vampiro, quiso acercarse a alguien que ya no cantaba escupiendo, sino deletreando los textos, poniéndolos por delante de los instrumentos, con parsimonia, casi hablando, recitando, susurrando –algunos dicen que rapeando–, para que se le entienda. Reed había compuesto una canción que le permitió, por primera vez, situarse en las listas de venta, «Walk on the Wil Side». El primer verso de «Vicious», que abría el disco, era el sutil alegato contra el hipismo y el «flower power»: «Vicioso, te pego con una flor». Luego llegó «Berlin» (1973), una ópera escrita desde el inframundo que él conocía a la perfección. Reed había iniciado un camino de perdición –se decía que, después de Keith Richards, era la «estrella del rock con más probabilidades de morir»– y un juego de ambigüedad del que no siempre salió bien parado. Se cortó el pelo, se lo tintó blanco platino, la metanfetamina endureció su imagen temblorosa y empezaron a faltarle al respeto en los escenarios, a tratarle como lo que él quería ser o hacer creer –hasta simular pincharse en mitad de una canción–. En 2007, el pintor y director Julian Schnabel le convenció para filmar el concierto de «Berlin» en un teatro de Brooklyn con viejos amigos y colaboradores –dirigiendo con una bata blanca el productor original, Bob Ezrin, feliz–, y entonces fue cuando el indestructible superviviente demostró la grandeza de su obra y de los que se quedaron en el camino. En su camino.
Quinto escalón: Los muertos
La primera mujer de Lou Reed, Bettye Kronstad, creyó ver pasajes de su terrible separación en la tortuosa relación de Carline y Jim en «Berlin». Rachel, transexual –nada que ver con las «drag queen» del círculo de Andy Warhol–, que le acompañó en la segunda mitad de los 70, acabaría perdida en el Nueva York arrasado por el sida. Cuando Warhol murió el 2 de junio de 1987, Reed y Cale se reu-nieron para componer «Songs for Drella» –menzcla de Cinderella y Drácula–, un tributo a quien «encapsuló» el pop. Una omisión extraña hay en esta biografía: ni mención a la muerte de Nico, en 1988, en un accidente de bicicleta, junto a su hijo, en Ibiza. Si bien hay que decir, en honor a Reed, que le compuso «Sunday Morning», para de paso congraciarse con Warhol, que se lo estaba pidiendo, y ante el ruego de la propia Nico le escribió «I’ll Be Your Mirror», pero esto lo cuenta la biografía de Mick Wall (Alianza Editorial, 2014).
ÚLTIMO ESCALÓN
Lou Reed murió el 27 de octubre de 2013 a causa de una enfermedad hepática. Falleció en la casa de los Hamptons que compartía con la compositora y poeta Laurie Anderson, la mujer que le aficionó al taichí. Tras su fallecimiento, declaró a «Rolling Stone» que al morir las manos de Lou Reed estaban en la posición veintiuno-fluir del agua de taichí. Lo único cierto es que en ninguna de sus canciones habló de algo que no hubiera sufrido. Ni una de sus canciones despertó una sonrisa de consuelo.