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Louise Bourgeois, la arquitectura araña

El Museo Guggenheim de Bilbao expone 28 de las 55 celdas que creó la artista a lo largo de toda su vida y en las que volcó a través de un mundo simbólico sus miedos y paranoias
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El Museo Guggenheim de Bilbao expone 28 de las 55 celdas que creó la artista a lo largo de toda su vida y en las que volcó a través de un mundo simbólico sus miedos y paranoias
Louise Bourgeois creó sus obras para sacar a la luz todas esas inquietudes y corrimientos emocionales que la desazonaban por dentro. Se reveló así como una revolucionaria al reivindicar en pleno siglo XX el motivo más antiguo del arte: atreverse a expresar los propios sentimientos. En un mundo de múltiples enmascaramientos conceptuales, estilísticos o filosóficos, ella decidió volcarse en su interior y forjar una voz propia a partir de los recuerdos y traumas de la infancia, demostrando así, una vez más, que todos somos memoria y niñez. Mientras otros perseguían la realidad, o se perdían por otras bifurcaciones o caminos paralelos, Bourgeois creó un conjunto de piezas para aprehender lo invisible, lo abstracto, aquello que escapa a la materia, pero que fuera de una manera sensorial y tangible para que todos pudieran percibirlo. Su aspiración era atrapar las distintas dimensiones del dolor, la amargura, los celos, la angustia, el miedo, todo aquello que viene abrumando el alma. Y lo consiguió con un conjunto de arquitecturas y mallas metálicas a las que denominó «celdas» y que son como un fresco de las diferentes paranoias, irracionalidades, temores y otras pulsiones que asolan la psique.

Trabajo biográfico

Un mundo simbólico y privado que el Museo Guggenheim de Bilbao, en colaboración con la Fundación BBVA, expone ahora en un recorrido que reúne, por primera vez, junto a varias esculturas, cuadros y apuntes en papel, 28 de las 55 celdas que realizó a lo largo de su trayectoria. Estos trabajos ambiciosos, que nacen del marco de lo biográfico, se mueven en las aguas inciertas de la instalación, la escenografía y la escultura; rehuyen de lo estrictamente museístico para constituirse como unas obras de acentuada personalidad que se desenvuelven con autonomía propia, independientemente del lugar donde se exhiban, que era, justamente, una de las pretensiones que perseguía su autora.
Bourgeois inició la serie de las celdas en 1986 con «Guarida articulada». Entonces superaba ya los 70 años (en 1994 crearía la primera escultura en forma de araña), era un nombre consagrado del panorama artístico con cuatro décadas de evolución a su espalda y esta nueva reflexión suponía, en apariencia, otra renovación de su lenguaje artístico, semejante a otras que ya había abordado en el pasado. Pero lo que muchos interpretaron como una exploración inédita en su carrera, en realidad, sólo suponía un paso más de un camino que había emprendido con su dibujo «Femme maison» (Mujer casa), fechado en 1946-47, y que recogía una de las principales obsesiones que le preocupaban durante esa época: las mujeres silenciadas, calladas, enclaustradas en lo doméstico, desprovistas de su individualidad y encerradas en los dominios de los tópicos más opresivos: el hogar, el marido, la familia... Hay en los trazos de estas pinturas previas, que anuncian ya las celdas, mucho de claustrofobia soterrada, de reclamación del papel de la mujer, pero no desde unos parámetros feministas, como tantas veces se ha mencionado, sino como reivindicación de un ser humano con derecho a su propia libertad, y no por pertenecer a un género concreto, algo que ayer subrayó, precisamente, uno de sus más estrechos colaboradores, Jerry Gorovoy: «Ella no visualizaba el trabajo ni partía de un significado, un estilo, una postura o una filosofía. El resultado es que sus obras se aproximan más a un diario sobre los sentimientos que la asaltaban».
Burgeois protestaba con estas celdas contra la incomunicación, la soledad y el aislamiento. Unas preocupaciones que enraízan con los sufrimientos que padeció de pequeña en el seno de su hogar familiar y que encontrarán su correspondiente eco en estas construcciones que tienen mucho de encierro en sí mismo, de guarida como recinto de protección, pero también como isla, lugar de incomunicación. Aquí asoma una de las características más sobresalientes de su propuesta artística: la vertiente doble que prevalece en sus obras, un rasgo habitual que podemos rastrear en su trayectoria, que siempre ha jugado con palabras y significados opuestos, como el interior y el exterior, lo íntimo y lo público, lo privado y lo universal.
La artista construyó inicialmente estas obras con material de derribo, de desecho, como ventanas con el vidrio roto o puertas abandonadas, sin barniz ni pintura, y que ella ensambla. Desde el principio, ideó estas celdas como recintos cerrados, con algo de laberinto, aunque se pueda entrar y salir de ellas sin extraviarse uno. En su interior, depositó objetos personales, vinculados a sus recuerdos, como agujas, hilos y husos, que aluden a su niñez, o los vestidos y telas que conservaba de su juventud, una clara referencia al oficio de su madre, que se dedicaba a restaurar tapices, una anécdota relevante que ilumina y aporta un significado más a las célebres arañas (para apreciar esta vinculación sólo hay que recordar el mito de Aracne que Velázquez, por ejemplo, pintó en la escena del fondo de «Las hilanderas»). Pero también introduce elementos simbólicos, como manos de cera superpuestas, que son una referencia a la protección, un elemento esencial en su obra, porque Bourgeois conoció muy bien la sensación de traición y pérdida cuando su padre engañó a su madre con una «au pair». Esta experiencia marcaría de manera definitiva su personalidad al igual que otro momento crucial de su existencia: cuando tuvo que desprenderse de lo que quedaba de niña en ella para cuidar de su madre enferma, convirtiéndose así la hija en cuidadora.
Este microcosmos particular, que enseña ahora el Guggenheim, es un compendio de las obsesiones y las preocupaciones de la artista, como demuestra la presencia de «La destrucción del padre», que expresa la tensa relación que mantuvo con su progenitor; «Spider», donde encarna en una araña a su madre, o «La mujer espiral», donde plasma la dificultad para enfrentarse a su yo, y que pone de relieve algo común a todos: la fragilidad y la vulnerabilidad de la que está constituida, en el fondo, la materia humana.