Historia

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Lutero, un enfermo nada imaginario

El teólogo reformista padeció terribles dolores causados por afecciones digestivas, de oído y muelas que le torturaron durante toda su vida.

Retrato de Lutero firmado por Lucas Cranach
Retrato de Lutero firmado por Lucas Cranachlarazon

El teólogo reformista padeció terribles dolores causados por afecciones digestivas, de oído y muelas que le torturaron durante toda su vida

La muerte de Martín Lutero (1483-1546), considerado siempre por la Iglesia Católica como uno de los mayores herejes de la Historia, pese a que hoy se pretenda rescatar su memoria desde Roma, tildándole nada menos que de «testigo del Evangelio» y festejando el quinto centenario de la Reforma, encierra relatos contradictorios y vanas hipótesis. Desde la versión oficial protestante, según la cual falleció de muerte natural, hasta el suicidio, defendido por autores como el alemán Dietrich Emme, en cierta sintonía con el psicoanalista M. Roland Labiez o el franciscano Heinrich Sedulius, la muerte del teólogo alemán y antiguo fraile agustino ha sido objeto de múltiples controversias que preferimos ahora soslayar. En cambio, sus frecuentes achaques de salud nos permiten penetrar en su esfera más íntima mediante los propios escritos del reformador, por increíble que parezca.

Sangre y dolor

Escribe así Lutero a Julius Jonas, sin recato alguno y con todo lujo de detalles, el 6 de enero de 1528:«Cuando iba al sillón, el intestino me salía del ano, bajo el volumen de una nuez. Después quedaba un bulto como un cañamón, el cual me picaba y me incomodaba más con las defecaciones blandas. Si me salía sangre coagulada me sentía mejor y más agradablemente impresionado. El acto de la defecación era para mí un placer, aumentado por el derrame de sangre, de tal modo, que lo agradable de esta sensación me invitaba varias veces diarias a presentarme en el guardarropa. Si apretaba con el dedo, aquello me picaba de la manera más agradable y corría la sangre».

El estreñimiento torturaba, en efecto, a nuestro protagonista, el cual volvía a desahogarse en 1522 con su amigo Philipp Mélanchton, a la edad de 39 años: «El Señor me ha destinado un gran dolor en el trasero; mis deyecciones son tan duras que tengo que hacer esfuerzos dolorosísimos hasta el punto de sudar. Ayer he ido al sillón, después de cuatro días; así no he dormido en toda la noche».

Desde los 27 años, Lutero padecía ya molestias en la boca y zumbidos en los oídos, los cuales atribuía al mismísimo diablo: «Estos dolores de muelas y de oídos que sufro –explica él mismo– son peores que la peste. Estoy torturado por un ruido y un zumbido en el oído, como si en mi cabeza corriese viento. El diablo no es ajeno a esto. No sabéis lo horrible que es este vértigo: todos los días me ha resultado imposible leer una carta y aun dos o tres líneas de los Salmos. Al cabo de esos tres o cuatro días, recomienza el ruido y casi me caigo del sillón».

Si esto sucedía en 1510, veinte años después Lutero seguía debatiéndose todavía con más motivo en un auténtico clamor: «Intento trabajar, y mi cabeza se llena de toda especie de ruidos, de murmullos, de silbidos, de truenos y, si no abandono inmediatamente el trabajo, me desvanezco. Estos tres últimos días no he podido leer ni una carta. He tenido otra visita del diablo. Mi enfermedad es el resultado de la debilidad habitual en la vejez, de la tensión habitual del espíritu y, sobre todo, de los ataques de Satán. Ninguna medicina del mundo puede curarla».

Otro día, durante uno de sus incontables martirios, Lutero exclamó: «El diablo es quien hace eso ¡Cómo sopla el diablo!». Y anotó de nuevo: «¡Los idiotas, los baldados, los ciegos, son personas en las que ha vivido el diablo. Todos los médicos que intentan curar esas enfermedades, como si provinieran de causas naturales, son imbéciles ignorantes. No conocen nada, ni del diablo ni de sus obras».

Y entre tanto, el doctor Cabanés intentaba buscar la respuesta desde el punto de vista de la ciencia: «¿Ha jugado algún papel la gota en su afección auricular?», se interrogaba. Y sobre la causa de su muerte repentina, inesperada, el doctor Cabanés se mostraba muy seguro: «De referirnos –advertía– a los detalles del último viaje de Lutero, al “enfriamiento” que experimentó algunos días antes de la crisis final, y del que no volvió a reponerse, tenemos la convicción de que Lutero sucumbió, muy prosaicamente, a una neumonía».

¿Muerte natural, suicidio, enfermedad letal...? El fallecimiento de Lutero sigue siendo hoy un misterio, a falta de una prueba concluyente. Pero sus escritos constituyen, sin embargo, radiografías deslumbrantes del estado de su cuerpo y de su espíritu, desvelándonos la cara más desconocida de un personaje tan polémico en la Historia de la Iglesia universal.