«Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo»
El imaginario del novelista se ha convertido en un lugar mítico de las letras universales
«La revelación» es de todos, conocida. Un día de enero de 1965, Gabo conducía su Opel por la carretera de México a Acapulco. Inesperadamente, paró el coche y le dijo a Mercedes, su mujer: «¡Encontré el tono! ¡Voy a narrar la historia con la misma cara de palo con que mi abuela me contaba sus historias fantásticas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre a conocer el hielo!» Así es como García Márquez decide encerrarse durante 18 meses a escribir su novela sobre los Buendía enclavada en un Macondo (escenario de «La hojarasca», «El coronel no tiene quien le escriba» y «Los funerales de la mamá grande»). Porque en el principio... fue Macondo. Aquella Aracataca (en la que otros quisieron ver Riohacha, Barrancas –donde nació su madre y tuvo «la mala hora» su abuelo Nicolás cuando mató en un duelo a su amigo– o Valledupar –pues su folclore es más nutrido», acaso Ciénaga –frente a cuyo «mar de ceniza, espumoso y sucio» exclamó José Arcadio Buendía: «¡Carajo! Macondo está rodeado de agua por todas partes», y, por más señas, allí tuvo lugar el fusilamiento de los trabajadores de la United Fruit Company, el episodio más cruento de la novela–). Pero los cataqueros son categóricos y cuando se visita Aracataca se vanaglorian del castaño a cuyo tronco amarraron a José Arcadio Buendía, te invitan a la Casa de la Botica, que fue la del médico venezolano Alfredo Barboza, esculpido en «La hojarasca» o señalan una casa moderna, relatando: «Ahí quedaba la Casa del Muerto» para después pasearte por la orilla del río, que, desde que fue desviado en 1932 para prevenir las inundaciones, dejó de fluir por «un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos». Teorías más pragmáticas desdicen a los lugareños cuando sostienen que Macondo es un fitónimo de la lengua bantú que se refiere al plátano e incluso los hay que aseguran que se trata de una especie de juego de azar, parecido al bingo, que se practicaba en las fiestas. El verdadero Macondo –el que a punto estuvo de aparecer en los mapas reales por iniciativa de su alcalde– es espectral e inasible, y su ubicación es la única posible: en la mirada de las gentes del Caribe, en sus ojos tristemente alegres, en su escepticismo secular, en su amasijo de sueños y derrotas, en su razón teñida de magia, en su flujo lento del tiempo, en su afán de contar historias.... Pero, por encima de todo, como zanjaría el Nobel: «Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo».
Sin duda es una circunstancia de la conciencia pero también un espacio donde la imaginación galopa como un corcel; una bandera, la globalidad de un continente y un retrato de clase.... Pero, por encima de todo ello, resulta un espacio cuajado de tradición oral. Tras la publicación de «Cien años de soledad», García Márquez declararía, a la proustiana manera, que «todo lo que había escrito hasta entonces lo conocía ya a los ocho años». Porque de esa primera infancia prodigiosa surge la esencia del universo mítico del autor hasta el punto de que, con alguna exageración, ha llegado a decir: «Después, todo me resultó plano (...) nada me llamó la atención. Desde entonces no me ha pasado nada interesante».
El niño que a punto estuvo de llamarse Olegario –primogénito de once hermanos– fue criado por sus abuelos maternos desde que su madre le destetó para buscar fortuna junto a su marido, siendo esposa antes que nada. El noviazgo de Luisa, hija de un potentado de Aracataca, y el telegrafista Gabriel Eligio García no parecía el más adecuado para la familia de ella, en tanto que no sólo era hijo de soltera sino que pertenecía al Partido Conservador Colombiano y era un mujeriego confeso. Finalmente, y no sin pocos intentos desesperados por parte del clan García, consiguieron el permiso para desposarse y la delirante historia de ese cortejo inspiraría más tarde a su hijo la novela «El amor en los tiempos del cólera».
A tenor de lo expuesto, la infancia del escritor transcurrió bajo la tutela de Tranquilina Iguarán y su primo hermano y marido, el coronel Nicolás Márquez Mejía (con el espectro del incesto flotando sobre la unión). Ella, una guajira descendiente de gallegos, se movía en un mundo de fronteras difuminadas entre vivos y muertos así como en el de sus numerosas hermanas, de entre quienes su sobrino destaca a Francisca Simodosea Mejía, pues le transmitió una visión esmerada de la cultura folclórica. En aquel caldo de cultivo lleno de premoniciones y ánimas se gestaría el origen de «una mágica, supersticiosa y sobrenatural visión de la realidad». Treinta años después usaría todo aquel acervo en «Cien años de soledad», queriendo dejar «constancia poética del mundo de mi infancia –relataba el autor–, que transcurrió en una casa triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia».
El otro pilar fundamental de su formación fue su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, a quien Gabito llamaba Papalelo y que describiría como su «cordón umbilical con la historia y la realidad». Fue un excelente narrador que le enseñó a consultar el diccionario, le llevaba al circo y fue el primero en introducir a su nieto en el «milagro» del hielo cuando, de visita a la compañía United Fruit Company, le mostró una caja de pargos congelados. Era el mismo hombre que había participado en la guerra civil de los Mil Días en las filas del general Rafael Uribe y que en 1908 sería responsable de la muerte en un duelo, por un asunto de honor, de su copartidario Medardo Pacheco Romero. Pasado el tiempo le diría a Gabito: «Tú no sabes lo que pesa un muerto», lección que incorporaría el novelista en sus libros.
Todo ello, sumado a un modo milyunanochesco de contar, zurciendo como un nuevo aeda las historias grandes y menudas de su familia, su pueblo, su patria grande y chica así como su lenguaje –aparentemente inocente, próximo a la conversación oral y a los decires cotidianos de la gente sencilla– compuso un estilo nada ingenuo sino entrecruzado de intencionalidad filosófica, cultural y política. No hay que olvidar que hablamos de un narrador «costeño», un habitante de la región del caribe colombiano rebosante de exuberancia, en lugar de la del típico «cachaco» de montañas del interior, donde se encuentra la sede del poder. Ahí reside todo el imaginario poético, gramatical e intencional del autor.
El solo título de cada una de las obras del Premio Nobel refleja la realidad política de su país. «Cien años de soledad», recrea el mismo tiempo de la violencia política colombiana. Obras como «El coronel no tiene quien le escriba», representan el futuro incierto de aquellos que luchan por una pensión; «Los funerales de la mamá grande», escenifican los famosos paseos de la muerte en las clínicas y hospitales. En «Historia de mis putas tristes», nos presenta a las niñas que en cada esquina venden sus cuerpos por un mendrugo... Ése es el compromiso del autor, línea a línea, desde su más tierna infancia y esbozando su primer imaginario en «La hojarasca» (que un día fuera Isabel viendo llover en Macondo y donde ya aparecen sus personajes básicos: el Coronel, Isabel y el Niño, con una evidente proyección autobiográfica y simbólica). Después, se enfrenaría a los dictámenes del Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla, exiliándose en México y España durante una década. Incluso le sirvió de revulsivo su estancia barcelonesa en el 74, durante el último año del franquismo para rematar su vieja idea de «El otoño del patriarca», que anidaba desde hacía años en su cabeza. La imagen de «un déspota viejísimo que se queda solo en un palacio lleno de vacas»... Tal metáfora le perseguía desde Caracas, en 1958, cuando fue testigo del bombardeo aéreo y asalto al Palacio Presidencial, que concluiría con la caída del dictador Pérez Jiménez. Así se obsesionaría con entender los mecanismos de la dictadura: desde el poder del sumo pontífice en Roma a la fanática pervivencia del culto a Stalin que, cuatro años después de su muerte, había palpado en Moscú.
Pero las guerras, las tiranías, la perversión de las espadas, los militares y los tiranos de mil «padres», ya anidaban en su imaginario desde que su abuelo, coronel, le inoculara la dimensión épica del mundo: En todas sus obras se percibe el hervor babélico en el que confluyen inmigrantes de diversas culturas y nacionalidades, pobreza, hambre y tiranía. En «La Hojarasca», «El coronel no tiene quien le escriba» y «La Mala Hora» asistimos a la tragedia colectiva de un pueblo pobre, marginado, dominado por el vaivén de las crueles fuerzas humanas y naturales. A ello, debe sumársele la indiferencia de los gobiernos distantes, la explotación del pueblo por las oligarquías, las periódicas inundaciones a las que viven sujetas las tierras del trópico: El verdadero infierno en la tierra. La violencia política –y económica- es un fenómeno universal en Latinoamérica. Un sistema de las desigualdades sociales, como la ignorancia, la explotación o las periódicas masacres...
Desde 1974, y como buen periodista –«quiere ejercitar el músculo con reportajes, entre novela y novela»– alterna su residencia entre México, Cartagena de Indias, La Habana y París. Desde esos años, difíciles para América Latina, García Márquez es consciente de su responsabilidad como intelectual y se aviene a estrechar lazos de amistad –no siempre bien entendidos; malentendidos incluso– con mandatarios como Fidel Castro, Torrijos, Carlos Andrés Pérez , los sandinistas, o Hugo Chávez... Su lucha activa en defensa de los derechos humanos, con buenos o malos compañeros de viaje, es imparable. Como testimonio literario: «El general en su laberinto» (1989) sería su última fábula con eco de espadas como telón de fondo desde el lejano Buendía. En ella se relata el camino hacia la muerte de Simón Bolívar a los 47 años, por el río Magdalena de su infancia. Pertenece al subgénero de novelas de dictadores, que rompe con la visión heroica del libertador, situándole cercano al patetismo en su prematura vejez
Macondo –y las cuatro etapas «bíblicas» que aciertan a ver algunos críticos–, la influencia familiar, su ampuloso universo narrativo, sus filias políticas, sus fobias socioeconómicas, la ortografía –recordemos su escaramuza gramático-literaria desatada en torno al reclamo que presentaba en el 97 acerca de la necesidad de «actualizar» las reglas ortográficas del español-, el ruido de sables, la pena, los muertos, los vivos, las tirarías.... Todos esos seres, espacios y circunstancias, conforman uno de los más ricos universos creativos de la historia de la literatura universal. Por todos estos motivos, pero también, por los que resumió ante la academia sueca: «Todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíbles nuestra vida. Éste es el nudo de nuestra soledad». Confiemos en que no pasen otros cien años hasta que nazca una nueva voz, surgida de la tradición y la genialidad para reivindicar el arte apoyado en la necesidad de paz, frente al dolor atávico.