Martin Scorsese, Premio Princesa de Asturias de las Artes 2018
El cineasta, uno de los grandes de Hollywood, fue galardonado ayer con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Su cine, incontestable y mayúsculo, cruje poblado de criaturas sombrías, frágiles y, al cabo, fieramente humanas. Enhorabuena, maestro.
Creada:
Última actualización:
El cineasta, uno de los grandes de Hollywood, fue galardonado ayer con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Su cine, incontestable y mayúsculo, cruje poblado de criaturas sombrías, frágiles y, al cabo, fieramente humanas. Enhorabuena, maestro.
No hay otro igual. Su generación, la de aquellos moteros tranquilos y toros salvajes, agitó Hollywood hasta el punto de urdir la última edad de oro del cine estadounidense. Pero nadie, ni Coppola, De Palma, ni Lucas, ni siquiera Spielberg, que mantiene una forma portentosa, ha trascendido hasta ser médium, póster y esencia de todo un tiempo. Carne de la carne y sangre de la sangre del siglo XX. Cero hipérboles en la mención religiosa. Martin Scorsese, italoamericano nacido en Queens y criado en Little Italy, iba para cura y solo a última hora cambió el sacramento ante el altar por el santo grial del celuloide. De ahí que sus películas, tantas veces escritas junto a otro católico turbulento, el guionista Paul Schrader, dialoguen a machetazos con el pecado, la redención y la culpa, y que su violencia sea cualquier cosa excepto gratuita. Ayer celebró el premio: «Siempre he considerado una bendición haber podido hacer las películas que he hecho y contar las historias que he necesitado contar con tan extraordinarios colaboradores. Haber sido reconocido y entendido es una bendición aún mayor».
Sus golpes y sus tiros, sus caídas y hemorragias duelen como duele refrescarse el gaznate con cuchillas o besar un cable pelado. Su cine, como el de Elia Kazan, al que defendió cuando el resto escupía, y que lleva la Ley del silencio en el ADN, cruje poblado de criaturas sombrías, frágiles y al cabo fieramente humanas. Scorsese, paradigma de la posmodernidad en tantas cosas, del metacine a la música, vale también como antítesis de los peores vicios posmodernos. Clasicismo destilado. Amor duradero por Howard Hawks y John Ford y Fritz Lang, por François Truffaut, Jean-Luc Godard, Akira Kurosawa, Jean Renoir, Kenji Mizoguchi, Luchino Visconti, Ozu y, por supuesto, Michael Powell y Emeric Pressburger. Hasta el punto de que fue Scorsese el que presentó a Powell y a su montador Thelma Schoonmaker. Acabaron casándose. El matrimonio sirve para reivindicar tanto la faceta de pedagogo, conservador e historiador de Scorsese como la importancia de la edición en su obra. Para entender lo primero basta con hablar de la World Film Foundation, que crea en 1990. Clave en la restauración y salvación de no menos de 800 películas. Incluidas «El gatopardo», «Vértigo» y, sí, «Las zapatillas rojas», de Powell.
Sin olvidar documentales prodigiosos. Esos viajes alrededor del cine estadounidense, donde celebra, entre otros, a Samuel Fuller, Charles Chaplin, Douglas Sirk y Nicholas Ray. Su no menos intenso recorrido por el cine italiano. Con especial atención a Roberto Rossellini y Vitorio de Sica. Respecto al montaje y a Schoonmaker: comenzaron a trabajar juntos en el documental de Woodstock; lo ha acompañado desde su primer largo como director, «Who’s that knocking at my door»; desde 1980 y «Toro salvaje» será ya su única editora. No es poca cosa. La edición es el cine. Lo distingue al cine de las otras artes. El guión lo emparenta con la literatura. La fotografía con la pintura. La interpretación con el teatro, etc. El montaje, en cambio, resulta intransferible. Pocas filmografías exhiben unos más revolucionarios y eficaces, poéticos, monumentales e incontenibles, absolutamente arrolladores, que los de la dupla Scorsese & Schoonmaker.
Entre genios
Hablando de filmografías... en EEUU, ahora mismo y entre los directores vivos, solo Woody Allen, Spielberg y Clint Eastwood osan discutirle el cetro imperial. Aunque el primero siempre jugó a otra cosa, más intimista y europea. Aunque el segundo nunca ha negado la honrosísima pulsión «mainstream». Aunque el tercero sobreviene en gigante luego de varias reencarnaciones. Genios los tres, pero Scorsese acaso sea el único fiel desde el principio al mandato del cine/cine. Cine/tsunami. Cine que milita en la edición y la luz y, desde luego alérgico al peluche. Menudo cine. La lista revienta las dimensiones de este modesto artículo. Las ya citadas «Taxi Driver», «Toro salvaje», «El rey de la comedia», «New York, New York», «Jo qué noche», «La edad de la inocencia», «Casino», «Gangs of New York»... Incluso en sus relativos fiascos, como «La última tentación de Cristo» o «El color del dinero», «El aviador» o la desigual «Hugo», sobresale la personalidad, el empuje visual, la potencia magnética y el cuajo de un artista imparable.
Quizá, por destacar alguna, hablemos de «Uno de los nuestros». La película más importante, sin duda la más influyente y, desde luego, una de las más viscerales y vitales, de los últimos 30 años. Ahí muerden, además, varias de las constantes de su obra. La música, claro, con Tony Bennet, los Cadillacs, las Mavelettes, las Crystals, Dean Martin, las Shangri-Las, Muddy Waters, las Ronettes, los Who y los Rolling Stones, entre mil, integrados en los fotogramas como actores de reparto, incluso protagonistas, hasta superar la condición ornamental, como de lujoso florero, en las obras de tantos que lo habían precedido. Ahí está, por supuesto, el género de gánsters, del que Scorsese, y no Coppola con sus shakesperianos padrinos, y no Arthur Penn con sus idealizados Bonnie y Clyde, ha sido tótem definitivo. Ahí Nueva York. Su otro amor. Retratada en sus malas calles y en sus bajos fondos y, sobre todo, en una noche infinita. «Bigger tan life». Una noche descalza y sucia. Rutilante y drogota. Una noche eléctrica, visceral e incógnita. Una noche que hierve de taxistas al límite de la locura, polizontes, mafiosos, bohemios y prostitutas, garitos clandestinos, sus chimeneas de vapor de agua y sus muelles asomados al East River como demarcaciones y guaridas de un territorio mítico.
Por supuesto ahí encontramos a dos de sus actores esenciales. A Joe Pesci y, sobre todo, a Robert de Niro. Con este último, y hasta que llegó Leonardo DiCaprio, formó un tándem que solo encuentra parangón en el de John Ford y John Wayne o, con matices, Alfred Hitchcock y James Stewart. Por cierto que tras 22 años sin reencontrarse con Pesci y De Niro vuelven a reunirse con «The irishman», donde también regresa otro de sus histriones dilectos, Harvey Keitel. De paso, incorpora Al Pacino. Dada la trayectoria penúltima de éste y De Niro y la prolongada jubilación de Pesci deberíamos de esperar lo peor. Si no fuera porque en el pescante figura un tipo que en la última década y pico ha firmado documentales esenciales, como el «No direction home» y magmáticas joyas del calibre de la brutal, divertidísima y también excesiva «El lobo de Wall Street». Con 75 años y algo de elfo vestido para matar o dandy con lengua de oro, a sueldo solo de su amor demediado por el cine, dueño de una ambición oceánica y un estilo único, Scorsese dejó hace mucho de ser un mero cineasta. Es otra cosa. Travis Bickle frente al espejo. The Band en el último de los valses. Henry Hill con ojos inyectados mientras escapa del helicóptero. Decir Scorsese, revisitar su obra equivale a resucitar el amor y la fe por el cine como entretenimiento pero también es la brújula y resumen de lo que fuimos y somos.