Más allá del escritor judío
Nada hay tan paradójico como la historia. El año que la academia sueca anuncia que por los temas de todos conocidos no se entregará el Premio Nobel de Literatura, muere el eterno candidato a recibirlo, Philip Roth. Tal vez ahora suene exagerado, pero el tiempo dirá si la ausencia de Roth en la nómina de galardonados con el prestigioso reconocimiento es o no similar a la omisión de nombres como Joyce o Borges. Sea o no así, lo cierto es que ha fallecido uno de los autores americanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX y que nos ha legado un ramillete de títulos imprescindibles para, aunque ya su primera novela «Goodbye, Columbus» recibió muy buenas críticas, entender a la sociedad de los Estados Unidos. Como Updike, Bellow, Malamud, Mailer, o el recientemente fallecido Wolf, Philip Roth enmarca todas sus novelas en un ambiente histórico social propio de su tiempo en el que cuestiona la validez, la realidad tal vez fuera mejor decir, del manido concepto en torno al sueño americano. Sin embargo, la popularidad llegó con «El mal de Portnoy», y esta fue la novela que durante años sería la referencia al hablar de la narrativa de Roth. Pero, poco a poco, la calidad de sucesivos títulos como toda la serie de Nat Zuckerman, y aunque también en menor medida de David Kepesh, fueron relegando la importancia de aquellos primeros títulos. Admirando la práctica totalidad del corpus literario de Roth, considero que es en la década de los noventa cuando se convierte en un autor no solo imprescindible, sino referencial en el panorama literario mundial. «El teatro del Sabbath» (1995), «Pastoral Americana» (1997), «Me casé con un comunista» (1998), y «La mancha humana» (2000) resultan fundamentales y cualquiera de estos cuatro títulos serviría para encumbrar por sí solo a cualquier novelista. Particularmente el que más me interesa –y siempre recomiendo cuando alguien solicita mi consejo de profesor– es «Pastoral americana». En ella se nos narran las tribulaciones de un personaje, el sueco –así llamado por su apariencia física pese a ser judío– cuando su vida parece desmoronarse. La sociedad lo considera un triunfador, un hombre que se ha hecho a sí mismo, pero su mujer está a punto de abandonarlo y huir con su amante (también el propio protagonista ha tenido algún que otro escarceo amoroso), y además su hija forma parte de un grupo terrorista que está cometiendo atentados con bombas. La acción transcurre en la década de los 60 y el paralelismo entre la vida del sueco –Seymour Levov– y los acontecimientos socio-históricos de esa misma década –Guerra de Vietnam, Derechos civiles, movimiento beat y hippies– son tremendamente significativos.
En cualquier caso, aunque la pretensión de Roth sea el reflejo de una sociedad singular, sus novelas presentan situaciones de distinta condición y lograba sorprendernos en cada nueva entrega. Recuerdo la lectura de «Elegía» (2006, «Everyman» en el título en inglés) en el que se nos plantea una nueva situación de corte eminentemente existencial en tanto en cuanto el tema tiene que ver con la aceptación de la muerte. No resulta extraño que Roth sea un autor de difícil calificación. Agruparlo junto a autores de origen judío, como aparece en buen número de antologías, resulta tremendamente reduccionista pues si bien sus personajes son mayoritariamente judíos las tradiciones y universo judío no interesan en absoluto lo que se está narrando. También ha sido considerado como un autor perteneciente al denominado «modernismo tardío» y tal vez tal adscripción resulte más acertada, pues si bien estilística y conceptualmente sus novelas cuestionan los modelos modernistas de Faulkner, Fitzgerald, o Hemingway, se aleja de la experimentación narrativa que propondrán sus contemporáneos más vanguardistas como John Barth o Thomas Pynchon. A Roth parece interesarle más el qué que el cómo. Además su estilo, la utilización del lenguaje, siempre preciso y acertado, le convierten en uno de los novelistas de más fácil lectura. Tuve oportunidad de convivir durante una semana con Roth en Aix-en-Provence hace unos cuantos años. La Maison-du-Livre había organizado un seminario al que me invitaron como conferenciante con la presencia del propio autor. Yo era entonces un joven profesor universitario y crítico literario y todavía recuerdo con precisión las veladas tras la cena. El problema de la juventud, decía, es que se centran en las florituras y que así no pueden entender la verdadera dimensión y complejidad de una novela. Durante años mantuvimos una cordial relación epistolar y la última vez que hablé con él telefónicamente fue con motivo de la concesión del Príncipe de Asturias. Su voz sonaba débil, pero su mente continuaba tan lúcida como siempre.
Catedrático de Estudios Norteamericanos