«Andrea Chenier», desde «fila 7»
La soprano Anna Netrebko inauguró ayer la temporada del coliseo milanés con la ópera de Giordano junto a su marido, el tenor Yuri Eyvazov, cuya carrera asciende de la mano de la gran diva.
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La soprano Anna Netrebko inauguró ayer la temporada del coliseo milanés con la ópera de Giordano junto a su marido, el tenor Yuri Eyvazov, cuya carrera asciende de la mano de la gran diva.
Si el mundo cambia, el de la ópera también había de hacerlo. Hoy se puede asistir a la apertura de temporada de la Scala, el día de San Ambrosio, sin subirse un avión. Los cines, en su propia reinvención, lo hacen posible y con no pocas ventajas. Se pueden ver planos que un espectador no ve en el teatro. Se ven los rostros sin necesidad de prismáticos aunque, bien es verdad, perturbe ver a Yusif Eyvazov mirando de reojo a Chailly durante todo el dúo final en vez de a su mujer, Anna Netrebko. O que la cámara enfoque la denuncia que supuestamente escribe Gerard, ya esté escrita y la pluma no tenga tinta. Pero, sobre todo, uno se deja engañar por la electrónica y cree que los cantantes tienen una voz mucho más poderosa de lo que escucharía en el teatro. Recientemente he asistido a «Otello» y «Don Carlo» en Londres y París y también en cines. Nada que ver, menos desilusionante el cine.
Quienes asistimos a «Andrea Chenier» desde esta «fila 7» no tuvimos que pagar más de mil euros por la entrada, ni ir a pie desde la plaza Cavour porque todo el centro estaba cortado a los vehículos por seguridad. Podíamos en cambio haber palpado el ambiente si, como se hace en las transmisiones del Met, las cámaras no se hubiesen limitado a encenderse sólo desde que Chailly levantó la batuta para dirigir el himno nacional hasta el último de los once minutos de aplauso.
No hubo introducción alguna, ni entrevistas en el descanso, ni imágenes en el foyer o la entrada, ni siquiera anuncios sobre el resto de transmisiones en la temporada. Todo tan pobre como la puesta en escena del director de cine napolitano Mario Martone, en la que el pueblo revolucionario se amontonaba en un decorado sin profundidad alguna. Poca dirección de escena y, más bien, de principiante.
Curioso que no se escuchase ni un solo aplauso tras las bellísimas arias, entre cuadro y cuadro o tras la estupenda interpretación que realizó Anna Netrebko de «La mamma morta». Chailly, que dirigió con «finezza» esta ruda ópera verista que grabó en 1982 con Caballé y Pavarotti, no lo permitió al no dejar respirar a la orquesta entre número y número. Se trataba de dar una continuidad cinematográfica, pero quedó muy frío.
La noche estaba centrada en el miedo a que ocurriese algo, de ahí las extraordinarias medidas de seguridad, o en cómo se desarrollaría esta vez la protesta habitual ante el teatro. «La apertura de la Scala no se puede transformar, todos los años, en un desfile de lujo para muy pocos» expresaba una pancarta mientras sonaba una banda y se montaba un desfile de moda alternativo en la plaza. Nada de esto se vio en los cines, pero en alguno sí la pantalla del ordenador configurando los subtítulos mientras Chailly comandaba el himno nacional.
Pero la atención eran también Netrebko y su marido. ¿Estaría él a la altura de ella? Yusif Eyvazov ha realizado muchos progresos, perdido rudeza, salvó los muebles y en el cine apenas se percibió el ocasional timbre caprino o el vibrato excesivo. Luca Salsi, como Gerard, lució timbre baritonal y más de un sonido abierto. Netrebko estuvo soberbia en toda su parte. Ella y Harteros son inigualables como Maddalena de Coigny.
Al final llovieron flores y también algunos «¡Buh!». Tras ellos, la cena para quinientos invitados en un palacio cercano. Los espectadores en el cine no lo estábamos y tampoco en esta ocasión hubo canapés y cava en el descanso. La verdad, ¿quién iría a los teatros si los cines se pusieran las pilas? Bien lo sufre el Met con sus espléndidas transmisiones.