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Disney entre naftalinas

«The Perfect American». De Philip Glass. Basada en el libreto de Peter S. Jungk. Voces: Christopher Purves, David Pittsinger, Donald Kaasch, Janis Kelly, Zachary James. Direc. de escena: Phelim McDermott. Direc. musical: Dennis Russell Davies. Teatro Real, Madrid, 22-I-2013.
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Como el arte ha de valorarse siempre junto a sus circunstancias, comenzaré por situar donde corresponde la ópera que nos ocupa. Gerard Mortier fue contratado para llevar la New York City Opera. Tras trabajar en su programación durante un año, presentó los encargos de «The Perfect American» y «Brokeback Mountain» al consejo de administración, pero éste rechazó todo su proyecto al comprobar que los patrocinadores retirarían su dinero y Mortier se vio obligado a dimitir tras cobrar, eso sí, cuatrocientos mil euros. Todo ello, según la prensa americana. Al poco de incorporarse al Teatro Real presentó su programa a largo plazo e incluyó ambas óperas. Hubo discusión en el patronato del teatro, donde se opinó que ambas temáticas podían encajar muy bien en Estado Unidos –donde se vio que no encajaron– pero quedaban lejos de nuestros intereses, cultura y estatutos fundacionales y sería mucho más interesante proponer encargos sobre temas hispanos e hispanoamericanos más propios. Pareció que Mortier cedía, pero nunca lo hace. Se las apaña para lograr todo con la táctica del «todo o nada» y hay quien se lo permite. Así que España pagará ambos encargos americanos, que America no quiso, cuando ni en el teatro ni en el país hay un duro. Y es grave porque lo que cuenta el libreto sobre Walt Disney no nos interesa ni llega, sino que se contempla con distancia.
Philip Glass no es compositor nuevo para el Real, ya que estrenó «O corvo branco» en la temporada 1998/99, en la que, por cierto, también vimos «Basarides» de Henze. Era la etapa García Navarro y conviene no olvidar que se dedicaba a la creación actual tanta o más atención que ahora. El Real era entonces puntero en ello en Europa. Glass y su libretista toman el argumento del libro homónimo de Stephan Jungk y, como hiciera ya con Galileo, Einstein, Kepler, Colón o Gandhi, no construye una estructura dramática sino que se adentra en el mundo de los sentimientos, recuerdos o inquietudes. La obra se divide en dos partes, más externa la primera, en la que Disney, ya enfermo, recuerda con su hermano los sueños de juventud. Aparece como un personaje mastodóntico, que se compara a Mahoma, Moisés o Jesús, se jacta de nombrar presidentes y hace estallar un robot de Lincoln tras un tenso diálogo con él que emula con clara desventaja el de Don Juan con el Comendador. Mozart fue mucho Mozart. Tras el intermedio viene una parte de mejor factura, más centrada en las preocupaciones internas del protagonista. Le vemos discutir sobre las ideas izquierdistas de los sindicatos con un dibujante al que ha despedido, al que se convierte en antagonista y, al final, en testigo vengativo: Disney no será congelado como hizo jurar a su familia sino incinerado. «Era tan poderoso que mejor que no resucite», parece dejar como mensaje, al modo de la losa que cubre una tumba en el Valle de los Caídos. En medio, la discusión sobre la creación propia o a través de otros: Disney no dibuja nada, pero sus dibujantes no hubieran podido crear los célebres personajes sin él. La ópera viene a reflejar las añoranzas, sueños de gloria y anhelos de una gran personalidad ante su próxima muerte y, en este sentido, Disney es sólo una excusa. Se hubiera podido recurrir a otros muchos incluso, como Steve Jobs, más próximos a nosotros. Malo es hacer algo sobre Disney y no poder sacar ni uno de sus personajes. Claro que, a falta de Blancanieves, se introduce a Andy Warhol.
Glass ha ido afianzándose en el panorama musical, tras unos años de mayoritarias críticas a su música minimalista de los inicios, a medida que ha ido recogiendo diversas influencias y, de alguna forma, superficiandolizándose. No hay demasiadas referencias a la música popular que pudieran encajar con la popularidad de las creaciones del protagonista, sigue conservando su mayoritario carácter tonal, de armonías contundentes, añadiendo colores primarios y disonancias a la paleta que vienen a reflejar, según el propio compositor, la forma en que él cree que Andy Warhol habría pintado a Disney. La partitura se queda a medio camino entre el lenguaje asequible de los musicales y el inaccesible de algunas óperas actuales, sin la inspiración de unos y sin la riqueza de otras.
La representación ha contado con un plantel de intérpretes esforzados y de nivel, empezando por el protagonista, Christopher Purves, así como unos entregados coro y orquesta –demasiada plantilla para tan pocas nueces– bajo la eficaz dirección de Russell Davies. Al mismo buen nivel la puesta en escena de Phelim McDermott, inteligentemente simple en su complejidad. Queda la sensación de especie de musical pretencioso, reiterativo y con olor a naftalina, bien presentado, que no entusiasma, no aburre pero tampoco aporta nada. Pueden pasárselo mucho mejor y emocionarse, por mucho menos dinero, yendo al cine a ver «La vida de Pi».