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No nos llamen «Instapoetas»

Acumulan tantos «me gustas» y lectores como críticas, y no les interesan las etiquetas ni reivindicarse como poetas. Irene X, Loreto Sesma, Miguel Gane, César Brandon y Defreds hablan de la poesía en la era de Instagram
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Acumulan tantos «me gustas» y lectores como críticas, y no les interesan las etiquetas ni reivindicarse como poetas. Irene X, Loreto Sesma, Miguel Gane, César Brandon y Defreds hablan de la poesía en la era de Instagram.
Irene X lleva un poema tatuado como una gargantilla alrededor del cuello. Habla tan bajito que parece que lo hace para sí misma. Loreto Sesma, sentada a su lado, de cejas gruesas y piel morena, dice las cosas para que se le escuche: alto y de manera decidida. Con todo lo distintas que son, sus nombres suelen aparecer juntos cuando se habla de Instapoetas, ese título que hemos inventado para agrupar a jóvenes escritores que publican su trabajo en Instagram y que, a la vez, arrasan en las librerías. Pero desde su punto de vista el término resulta despectivo e inexacto: sugiere que sus poemas están impregnados de la inmediatez y simplicidad de un «selfie», a la vez que olvida que muchos de ellos, como la propia Loreto, cuya red principal es YouTube, utilizan otros medios además de Instagram para compartir su poesía.
Sin embargo, al leer sus libros –o sus posts en internet– es fácil descubrir que Irene y Loreto sí tienen cosas en común y con otros autores de su generación: el estilo directo, el uso de lenguaje coloquial y de elementos de la cultura popular en sus textos, además del interés por temas como el amor, el feminismo y la actualidad política. Y, por supuesto, su uso constante de las redes, donde tienen una legión de seguidores que se traducen en ventas insólitas para un autor de poesía. César Brandon, ganador de «Got Talent» y autor de «Las almas de Brandon», por ejemplo, fue el segundo mejor lanzamiento de la editorial Planeta en 2018 después de «Las hijas del capitán», de María Dueñas. Y más allá de los números, el fenómeno es tal que cientos de personas llevan tatuada en la piel la frase «ojalá siempre», con la que Defreds, otro superventas, cierra un poema de su libro «Cuando abras el paracaídas». Más allá de España, jóvenes como Rupi Kaur, Warsan Shire y Amanda Lovelace también están causando furor y polémica a partes iguales.
Y es que su éxito ha levantado suspicacias, en el mejor de los casos, y abierto heridas, en el peor. Sus detractores coinciden en que lo que estos chicos y chicas hacen no es poesía. Ellos, casi de manera colectiva, «pasan» del tema. No les interesan las etiquetas –«Los nombres los ponen los demás y no dejan de ser nombres: eres tuitero, eres Instapoeta, eres youtuber. Yo soy Irene. Y ya está»– y ni siquiera se han detenido a pensar en si tiene sentido considerarlos a todos como parte del mismo movimiento. La mayoría lleva años escribiendo y publicando, de hecho, en varios de los casos los libros llegaron antes que los seguidores, aunque parece que lo que más escuece a los críticos es su colección de «likes».
Algunos de ellos coinciden en que las críticas son fruto del miedo: «En mi opinión, es una cuestión de inseguridad por su parte», afirma Irene, que acaba de ganar el I Premio Espasa es Poesía con «La chica no olvida», un poemario que indaga en el dolor y la muerte, pero también versiona con ironía la popular canción «El Rey»: «Con dinero y sin dinero,/haces siempre lo que quieres,/pero tu palabra no es mi ley./Cuando no tengas trono, ni reina,/ni nadie que te comprenda;/que tu polla te sea fiel». «Parece que les da miedo que la gente sea libre y haga lo que le dé la gana», añade Loreto. «Este es un tema que me pone un poco triste –admite César Brandon–. Lo que está pasando con nosotros no es nada nuevo. En poesía, cada generación ha sido diferente de la anterior y lo que sucede ahora es que existe cierto miedo, porque cuando sientes que algo te pertenece no quieres que te lo cambien».
Para Miguel Gane, de 25 años y autor de «Con tal de verte volar» y «Ahora que ya bailas», es evidente que su generación «ha roto con los cánones tradicionales de distribución y comunicación de la poesía. También hemos roto –y esto no va a gustar– con la idea de que parecía que era necesario un nivel intelectual elevado para leerla, como si estuviera hecha para una clase específica». Le sigue en hilo Irene, que afirma: «Creo que lo que faltaba era incorporar el presente a la poesía. Siempre lo comparo con la medicina: ¿Qué pasaría si siguiéramos tratando a los pacientes con los mismos métodos de los años sesenta? Hoy, un adolescente puede abrir un libro de versos y toparse con la palabra WhatsApp y decir: “Vale, me veo en este texto”. Al encontrarse con gente que habla de lo que les pasa, con un vocabulario actual, fue cuando los jóvenes dijeron: “Nos sentimos comprendidos, arropados”, y comenzaron a consumir más poesía».
Calidad vs. realidad
Las listas de los libros más vendidos de los últimos años, en las que han estado todos los escritores contactados para este reportaje, avalan esa afirmación. Para José A. Gómez, más conocido por su nombre digital, Defreds, la clave de esta «revolución» ha sido, cómo no, el alcance que tienen las redes sociales, pero también lo genuino del contenido que él comparte: «Me hace mucha gracia el debate sobre la calidad de lo que escribo: se dice que es muy mala, pero creo que es más importante la realidad que la calidad. Todo lo que escribo tiene realidad». Gane lo llama empatía «debido a la cercanía de edad con nuestros lectores» que, en su caso, son en su mayoría mujeres de entre 18 y 30 años.
En todo caso, es innegable que algunas frases, esas que terminan convertidas en tatuajes o camisetas, tienen más de mantra que de poema. Pero encajar en el género tampoco les preocupa demasiado: «A mí es que me gusta escribir. Decir que vivo por y para la poesía y que formo parte de ella, no lo sé, no sé si me encasillaría», afirma Irene, que ya ha publicado seis poemarios. En todo caso, coincide con Loreto en que están abiertas a la crítica constructiva, al aprendizaje –«Compro los libros de la gente que me pone a parir», comenta– pero asegura que nota que cada vez más quienes les critican lo hacen más por cómo lucen o por lo que publican en las redes que por la calidad literaria de sus textos. «Recuerdo recibir un tuit que decía: “Mucha cara de poeta y encima apareces semi desnuda”. Era en respuesta a una foto en la que yo aparecía en bikini. Aunque no suelo entrar al trapo, le contesté: “Perdona, ¿qué cara tiene que tener una poeta?”». La anécdota deja claro que todavía cuesta conciliar la idea de que ser célebre en Instagram no significa ser Kim Kardashian. Que los «selfies» y la poesía no son mutuamente excluyentes. Y, en todo caso, ¿es motivo de queja que en medio de la superficialidad y el odio que inundan las redes aparezca, de pronto, un verso? «Si la generación del 27, o cualquiera anterior a la nuestra, hubiera tenido acceso a las redes, estoy seguro de que se hubieran convertido en poetas de YouTube, de Instagram, de Twitter, de televisión. Dentro de 50 años, los poetas serán hologramas y no diremos: “Eso no es un poeta”. Sí que lo es, es un poeta de su tiempo».
También lo fueron Ginsberg, Burroughs y Kerouac, igualmente criticados y señalados en su momento por lo «primitivo» y poco intelectual de su literatura. Sesenta años después de su publicación en 1957, las ventas de «On the Road» en Estados Unidos superan los cinco millones de ejemplares. Loreto lo plantea de este modo: «Es necesario el filtro del tiempo, que nos dirá quién tuvo suerte, quién se montó al carro –que los hay– y quién no. Benjamín Prado me dijo un día una frase que me encanta: “El éxito no es que vendas un millón de ejemplares ahora, sino que dentro de 10 años alguien vaya a una librería a buscar tu libro”».