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Pessoa, un escritor que pinta mucho

El Museo Reina Sofía articula una exposición, que inaugurará el 6 de febrero, sobre las vanguardias portuguesas y tiene como eje la figura del escritor.
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El Museo Reina Sofía articula una exposición, que inaugurará el 6 de febrero, sobre las vanguardias portuguesas y tiene como eje la figura del escritor.
Fernando Pessoa se miraba en la literatura como en un salón de espejos para multiplicarse en infinitos «yos». De esa fragmentación de la identidad surgió toda esa progenie de caracteres que en unas ocasiones se quedaron en meros personajes y en otros casos fraguaron en heterónimos, como Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis o Bernardo Soares. El hombre concebido como un ser reflector de distintas realidades, con el alma descompuesta en personalidades diversas, incluso antitéticas, conjugaba bien con esa modernidad pictórica que amplificaba la tradición de la perspectiva heredada del Renacimiento con esa innovación tan siglo XX que supuso la combinación de puntos de vista. Pessoa traía una escritura sin fronteras, cosmopolita, que cultivaba en portugués, inglés y francés, como si cada idea o impulso literario necesitara su gramática particular, y, también, un pensamiento innovador, de insólitas y enriquecedoras adunaciones, pero que aparejaba consigo hondas revelaciones, que sostenía que existe cierta «metafísica en no pensar en nada», que con «filosofía no hay árboles, hay solo ideas», que pensar es estar enfermo de los ojos y que un hombre es del tamaño de lo que ve.
Pinceles y palabras
Su vida sonámbula de rutinas y cafés, de retraimientos y de ambiciosos consuelos imaginativos –qué son esa prole de personajes sino el combate que entabla con su soledad interior–, provenía del exilio involuntario de su niñez, cuando su padre murió cuando tenía cinco años y él marchó a Sudáfrica con su madre, que contrajo matrimonio con el comandante João Miguel Rosa, el cónsul de Portugal en Durban. No todos los viajes de ida son de vuelta, y Pessoa acabó extraviándose en el retorno, o sea, en el reencuentro con la patria, sintiéndose foráneo en ese ámbito doméstico que es la ciudad natal. De esa extrañeza fue emergiendo una literatura y también una imaginación, una postura estética y creativa que alimentó con una ambiciosa fantasía verbal, que es lo que acabó seduciendo a las vanguardias pictóricas portuguesas, como si la composición de un lienzo necesitara antes de un nombre, de una palabra que diera definición al escorzo y los colores de la paleta.
Pessoa, un pesimista vital que trasegaba en abundancia y apuraba ochenta cigarrillos al día, el oficinista ceniciento que apuntaba versos en servilletas, tickets y otros papeles volanderos (en ellos anotó gran parte de las páginas del «Libro del desasosiego») era un heredero más del pesimismo de 1890, cuando Inglaterra reducía a Portugal de imperio a nación.
Esa fecha era como el 98 para España, un punto y aparte. El escritor aspiró a reinstaurar la grandeza de su país sobre la pujanza de la lengua y las artes y no sobre el mercantilismo y el destello de las armas. Cuando París ardía con las nuevas formas de pintar que traía la época, él comprendió que la imitación no resolvía nada y sí la absorción. Defendió la asimilación, que no es más que la impregnación de lo internacional con la creatividad de lo local, que en el caso de Portugal se vería más adelante influenciado por la estancia fugaz de Sonia y Robert Delaunay. Pessoa fue abasteciendo a los artistas de nombres, como el «paulismo», el «interseccionismo», el «sensacionismo», que defendía que había que sentir todo y de todas las maneras, sentir una cosa y también su opuesto, una teoría que le aproximaba a ese linaje de personajes ficticios que describió –de momento se han contado 136, pero todavía quedan 27.543 documentos de Pessoa sin estudiar, entre los cuales puede haber varias obras inéditas–.
Su amistad con José de Almada Negreiros puso su obra en contacto con los artistas, que mostraron un acercamiento a las tesis y las reflexiones del escritor, que, en el fondo, era una figura más bien esquiva y discreta, al que pocos reconocerían en la calle (las instantáneas que se conservan de él andando por Lisboa fueron tomadas por fotógrafos que ganaban dinero retratando a peatones).
Ellos dos, junto a Mário de Sá-Carneiro, formaron uno de los primeros grupos modernistas que hubo en Portugal y aportaron suficiente bagaje intelectual para que este país acabara deglutiendo la nueva pintura procedente de Europa y le imprimiera un timbre personal, un sello de autenticidad. Los cuadros de Júlio Dos Reis Pereira rezuman algo de Chagall y tienen también algo de George Grosz. Toda esta pintura de vanguardia, protagonizada por artistas como Adriano de Sousa Lopes, Mario Eloy o Amadeo de Souza-Cardoso, amigo de Modigliani y cuya muerte en 1918 afectó de manera especial a Pessoa, es la que reunirá el Museo Reina Sofía, que cuenta con la colaboración del Museo Gulbenkian de Lisboa, a partir del 6 de febrero. Una muestra, comisariada por João Fernandes y Ana Ara, que reunirá, bajo el nombre de «Pessoa. Todo arte es una forma de literatura», alrededor de 160 piezas, entre pinturas, dibujos y fotografías, y que descubrirá en Madrid la obra de más de veinte autores, como Sarah Affonso o Eduardo Viana, con el objetivo de enseñar cómo Pessoa articuló el discurso artístico.
Historia de un cuadro
José de Almada Negreiros y Fernando Pessoa pertenecían a la llamada generación Orpheu, nombre de una revista de la que se publicaron dos números (el tercero sería facsimilar y salió décadas después) y que resultó esencial para la literatura y las artes en Portugal. Almada, amigo del poeta, hizo un retrato de él en 1954 para el restaurante Irmãos Unidos, un lugar que solían frecuentar. Lo hizo por un precio irrisorio, pero al cerrarse el local, los propietarios se lucraron con esa pieza al vender la obra por varias veces el montante inicial. El pintor, enfadado, hizo una réplica en el año 1964 (la de la imagen) exactamente igual, pero simétrica a la anterior, que se conserva hoy en la Fundación Gulbenkian.
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