Barcelona

«Qué niño más mono, pero se ve que no es un Marsé»

Prepublicación de «Mientras llega la felicidad», primera semblanza del autor de «Si te dicen que caí», que publicará Anagrama. Reproducimos en exclusiva un adelanto de la primera biografía del novelista, premio Cervantes y uno de los grandes escritores actuales. Josep Maria Cuenca ha invertido seis años en acabar este completo recorrido por su vida. Una obra que indaga en su origen familiar –como este fragmento en el que descubre que es hijo adoptivo–, sus obras y el círculo de amistades literarias que le rodeó

MIRANDO A LA CALLE. Marsé, en 1971, observa el paisaje que se ve desde el balcón de su casa de la calle Mallorca
MIRANDO A LA CALLE. Marsé, en 1971, observa el paisaje que se ve desde el balcón de su casa de la calle Mallorcalarazon

Prepublicación de «Mientras llega la felicidad», primera semblanza del autor de «Si te dicen que caí», Josep María Cuenca, que publicará Anagrama

Un día imprecisable de 1940, viviendo ya el pequeño Joan en Sant Jaume dels Domenys con sus abuelos Josep y Tecla, tuvo lugar un epi­sodio decisivo para la familia Marsé Carbó y, sobre todo, para el propio Joan. Un episodio más narrativo que real, por así decirlo: el de la revela­ción intempestiva de su condición de hijo adoptado, seguida de los de­talles de cómo se produjo su adopción. La cosa empezó un día en que Tecla y Joan callejeaban por el pueblo y se desató cuando abuela y nieto se cruzaron con una vecina que los detuvo buscando conversación. Así lo recuerda el propio Juan Marsé:

«Creo recordar que mi abuela me llevaba a la escuela (aunque de esto no estoy del todo seguro) para ver al maestro y apuntarme en la es­cuela. Al cruzar la plaza una vecina, una campesina que era muy cotilla y que se llamaba Domitila, se paró y dijo una cosa que me llamó la atención. Le dijo a mi abuela algo así como: “Hay que ver, qué niño más mono, pero se ve clarísimamente que no es un Marsé. No se pare­ce en nada ni a su padre ni a su madre”. Aquello me llamó la atención, claro. Mi abuela Tecla, que tenía una mala leche considerable, le dijo a aquella mujer algo gordo que no recuerdo exactamente. Entonces le pregunté algo a mi abuela y ella me dijo: “No hagas caso, está loca”. Pero entonces en el colegio (ese mismo día u otro), el problema se vol­vió a reproducir un poco. El maestro, que se llamaba Ezequiel, le puso unas pegas a mi abuela que tenían que ver con el hecho de que yo no estaba legalmente adoptado, y que por esta razón no me podía inscribir con los apellidos Marsé y Carbó, sino que tenía que hacerlo con los “biológicos” y legales: Faneca y Roca. Recuerdo que mi abuela intenta­ba que yo no escuchara la conversación».

No parece que el pequeño Joan resultara afectado ni por el inciden­te con la inefable Domitila ni por lo dicho por el maestro Ezequiel, y además su familia se puso enseguida manos a la obra para que el peque­ño no escarbase en asuntos inadecuados a su edad. Lejos de cualquier drama infantil, fue un hijo privilegiado en términos de afecto y de pro­tección familiar. La historia, en cualquier caso, siguió como relata el propio Marsé:

«Me quedé un poco confuso con lo que dijo Domitila, eso sí lo re­cuerdo. Y después fui preguntando hasta que la abuela me explicó una versión de mi adopción bastante fantasiosa, y al final me dijo: “Ya te lo explicará tu madre”. Y así fue. En el primer viaje que mi madre hizo al pueblo, después de lo de Domitila, me lo explicó de una manera muy sencilla y muy serena. Me dijo que había decidido esperar a que yo tu­viera diez años para explicármelo; era lo previsto y pactado con los abuelos. Lo que yo recuerdo es que me quedé tan pancho, ésta es la verdad. Mi madre me explicó que había perdido un hijo en un hospital de Barcelona y que al salir cogieron un taxi. Ella iba llorando y su ma­rido la consolaba. Ellos iban comentando que el médico les había di­cho que ella no podría tener más hijos y, al oírlo, el taxista intervino explicando que a él le había pasado lo contrario: que tenía un hijo re­cién nacido y que su mujer había muerto en el parto. El hombre, según me explicó mi madre, estaba desbordado por la situación. Entonces mi madre le pidió al taxista que le dejara verme».

La evocación de Juan Marsé no incluye ninguna alusión al supuesto hecho de que Berta lo había amamantado durante sus primeros meses de vida. Carencia memorística de Marsé u omisión de Berta en su rela­to, es obvio que ese detalle sirvió, entre los miembros de la familia Fane­ca Santacreu, para justificar la entrega del pequeño Joan al matrimonio Marsé Carbó, y quizá también para mitigar la mala conciencia por de­sentenderse de un miembro de la familia. Otra particularidad llamativa de «la historia del taxi» es que fue monopolizada por dos mujeres: por Berta, sobre todo, y por Tecla. Muy pocas veces después de aquel día en que el pequeño Joan supo que era hijo adoptivo se volvió a hablar de ello. Regina y Jordi Marsé –el tercer hijo de Pep y Berta– nunca escu­charon por boca de sus padres aquella historia: ella la conoció porque la leyó y él se enteró de que su hermano mayor era adoptivo en 1961. No en vano el propio Juan Marsé ha sido el exclusivo difusor de «la historia del taxi». No tanto porque tuviera un particular interés en darla a cono­cer como por el hecho de que, debido a su condición de escritor, era na­tural que se refiriera a ella al hablar de su vida en los medios de comuni­cación.

También resulta llamativo que algunas de esas contadísimas ocasio­nes en que el tema resurgió en el ámbito familiar tuviesen un tono dis­tendido y contaran, ahora sí, con la participación de Pep Marsé: «Mi padre», afirma Juan Marsé, «presumía de haber visto el taxi antes que mi madre, y de haberlo parado. Y a veces discutían entre risas y bromas. Berta decía que lo paró ella, porque además se dio cuenta de que llevaba las luces encendidas y era de día.»

Hacia el año 2007 Regina Marsé tuvo una conversación con su her­mano Juan durante la cual ella cuestionó «la historia del taxi». A Regina le extrañaba que sus padres hubiesen tenido el hijo que supuestamente perdieron en un hospital de Barcelona y no en su casa de Sant Jaume dels Domenys, como era habitual en la época. Para dar solidez a su sos­pecha se apoyaba en el hecho de que durante su infancia, al pasar junto al cementerio de Sant Jaume con su abuela Tecla, ésta solía decirle que allí estaba enterrado un «hermanito» suyo. La conversación hizo dudar a Juan Marsé de la veracidad de la historia de su adopción contada por Berta en su día. Sin embargo, la impugnación de Regina era parcial, porque de lo que no dudaba (ni duda hoy) es de que sus padres habían perdido a un hijo. Además, recuerda que:

«A mí, mi madre y mi padre siempre me dijeron que la criatura ha­bía nacido en Sant Jaume y que hicieron venir al médico a casa porque la comadrona tuvo dificultades, y que les dijeron que uno de los dos podía morir. Y mi padre dijo: “Si ha de morir alguien, que sea el niño”. Nadie se podía hacer otra idea al respecto. Lo del taxi no tiene sentido. Pero tampoco tiene ninguna lógica que mi madre se inventase esta his­toria».

Mateu Colet Güixens, amigo de la infancia de Juan Marsé en Sant Jaume dels Domenys, afirma algo a tener en cuenta: «Que Berta perdie­se una criatura no lo oímos nunca en el pueblo.» Parece razonable que Mateu, nacido en 1931 en Sant Jaume y casado con una mujer hija también de la localidad, tuviese alguna noticia del hijo perdido por los Marsé Carbó.

Que «la historia del taxi» presenta notables inconsistencias creo que ha quedado suficientemente claro en el capítulo anterior, a lo cual se debe añadir otro hecho relevante: que falta uno de los protagonistas principales del relato, ya que no hay taxista y, por tanto, tampoco taxi. Basta con recordar que, al nacer Joan Faneca Roca, Mingo Faneca era el chófer de la casa de Mañé i Flaquer en la cual vivía el matrimonio Fane­ca Roca. Pero es que diversos testimonios familiares aseguran que Min­go nunca ejerció de taxista. Así, Rosa Gaya Faneca afirmaba que «en la familia nunca se dijo que Mingo había trabajado de taxista. Sí supimos que trabajó como repartidor de bebidas con un vehículo grande. Y en casa nunca se comentó nada de la historia de la adopción y del taxi». Por su parte, Mercè Vila Sánchez asegura que Mingo, su padre político, «nunca fue taxista y nunca habló a la familia de la historia del taxi y Juan Marsé; sí nos había contado que había trabajado de chófer».

Todo lo expuesto hasta aquí al respecto invita a pensar que la his­toria de la adopción que Berta explicó a su hijo adoptivo hacia 1940 en Sant Jaume dels Domenys no se corresponde en absoluto con lo que realmente sucedió. Pero entonces, ¿qué sucedió realmente? Sin querer ser categórico y después de más de un año de pesquisas bastante agota­doras, rocambolescas y amenas, no creo que deba tener reparos a la hora de exponer mi conclusión, que no es otra que la siguiente.

Berta Carbó y Pep Marsé no perdieron ningún hijo entre finales de 1932 y el inicio de 1933. Cuando Domitila demostró poseer una indis­creción olímpicamente autista y el maestro Ezequiel y la abuela Tecla cometieron el descuido de hablar de un asunto delicado ante la única persona que convertía en delicado el asunto, la familia Marsé Carbó se encontró con un problema. Un problema que inicialmente Tecla pro­curó atenuar y que, pocos días después, Berta afrontó recurriendo a una historia maravillosamente ficticia repleta de detalles tan innecesarios como asombrosos. Por supuesto, no se trató de una frivolidad por parte de Berta. Porque lo que había que explicarle al pequeño Joan resultaba complicado: se trataba de hacerle entender a un niño de siete u ocho años algo que podía cambiar su manera de ver y vivir su mundo y el mundo. Es probable que con su depurado relato Berta pretendiera, so­bre todo, conseguir dos objetivos: por un lado, ofrecer a su hijo adopti­vo una explicación hermética y perfecta que impidiese al niño encon­trar una grieta por la que hacer volar su imaginación y su inquietud; y, por otro, dejar en buen lugar a todos los personajes que aparecían en la narración, y en especial a Mingo Faneca. Por algo será que «la historia del taxi» convierte a Mingo en un hombre generoso que con la entrega de su hijo mitiga el dolor de una madre herida por una grave pérdida, alejando así cualquier posibilidad de percibir a Mingo como un padre insensible que se desentiende de su hijo. Es muy tentador ahondar un poco más en el análisis de la historia urdida por Berta y señalar la insu­perable simetría que se establece en términos de necesidades mutuas entre Berta y Joan: ella ha perdido a un hijo y él a una madre, de mane­ra que uniéndose ambos remedian sus respectivas carencias.

Ahora bien, si Mingo, Berta y Pep no se conocieron en un taxi al salir de un hospital en Barcelona, ¿cómo se conocieron? La pregunta en sí misma carece de especial relevancia, pero resulta tan sencillo suponer qué ocurrió que es casi inevitable responderla. Mingo Faneca y Pep Marsé –y Casimir Carbó, conviene no olvidarlo– estuvieron vinculados simultáneamente al partido nacionalista Estat Català (y, al menos en el caso de Pep, en alguna formación escindida de dicho partido), una orga­nización política con pocos militantes, lo cual hacía ineludible que to­dos sus miembros se tuvieran que conocer.

Sobre «la historia del taxi» hay una última consideración que hacer, la cual se puede enunciar de una manera paradójica: Berta no contó la verdad, pero su relato poseyó una eficaz y admirable funcionalidad, del mismo modo que la ficción literaria cumple una función plenamente real, comprobable, en muchos individuos. La historia de Berta ayudó a vivir mejor a su hijo Joan y a los suyos enmendando con pericia los de­saguisados de las Domitilas de este mundo. Y, por si fuera poco, gracias a su relato se puede decir hoy que el narrador Juan Marsé vino al mun­do no con un pan bajo el brazo, sino con una novela: la que su madre escribió para él. Su valoración del asunto es significativa:

«La versión de mi madre quedó establecida y yo me la creí. A lo mejor la mitifiqué incluso, porque la he contado muchas veces como una especie de episodio novelístico dickensiano. Y a mí esto, de alguna manera, ya me iba. Yo nunca indagué y ahora me arrepiento. Y además –y esto a veces sí me lo he preguntado– tardé mucho en interesarme por el asunto. Pasó algo así como que me pareció que las cosas ya esta­ban bien como estaban. Mi madre me daba noticias de mi padre, pero yo nunca preguntaba. Tengo la impresión –aunque no la certeza abso­luta– de que me formé de él una opinión negativa. En el sentido de de­cirme a mí mismo: «Éste es el tipo que me abandonó». Mi madre se es­forzaba por decirme: «Tu padre es un buen hombre». Y yo creo que si me lo decía era porque notaba en mí un no querer saber nada. Y así fue la cosa hasta el día que me dio la noticia de que había muerto».

Josep Maria CUENCA

«MIENTRAS LLEGA LA FELICIDAD»

Josep Maria Cuenca

ANAGRAMA

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