Quevedo, agente secreto
El escritor fue uno de los instigadores de un complot contra la Serenísima República de Venecia, aunque el golpe se abortó y él consiguió huir disfrazado de pordiosero.
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El escritor fue uno de los instigadores de un complot contra la Serenísima República de Venecia, aunque el golpe se abortó y él consiguió huir disfrazado de pordiosero.
Todo el mundo sabe que Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) es uno de los más insignes exponentes de la Literatura española; y que también era un ferviente patriota a quien le hubiese gustado empuñar una pica en los Tercios de infantería, aunque su cojera se lo impidió. Pero sí hizo su propia guerra, jugándose el tipo en arriesgadas misiones de espionaje... Así, como suena. Estas andanzas ocultas del autor de «El Buscón» bien podrían servir de argumento para una fantástica novela de capa y espada en la que no faltarían crímenes, fugas in extremis ni algunas de las conspiraciones internacionales más enigmáticas de su época. Quevedo estuvo relacionado desde muy joven con las más altas esferas del poder. No en vano, al quedar huérfano entró en la Corte, donde su padre había sido secretario de una hermana de Felipe IV, apodado «El rey Planeta». Pronto destacó como escritor, acreditando un ingenio tan agudo que acabaría acarreándole un buen puñado de enemigos. Pero ya es más desconocido que este príncipe de las letras fuera también un diestro espadachín de vida turbulenta dispuesto a blandir su acero ante la mínima provocación.
Uno de sus compañeros de correrías, Pedro Téllez, era un aristócrata de exuberante personalidad. Ambos andaban siempre envueltos en líos de cierta enjundia. Se dice incluso que en alguna de sus trapacerías contactaron con el hampa sevillano. Desde luego, existen episodios turbios y hasta oscuros en la vida del genial literato. Uno de ellos tuvo lugar en Madrid, el 21 de marzo, Jueves Santo, de 1611. Aquella tarde un hombre abofeteó a una dama durante la celebración del Oficio de Tinieblas, en la parroquia de San Ginés.
Quevedo le recriminó enseguida un acto tan vil, y la riña terminó con un duelo a espadazo limpio a raíz del cual su rival cayó herido de muerte. El poeta tuvo que huir a toda prisa para evitar problemas con la Justicia. Viajó a Sicilia en busca de la protección de su amigo Pedro Téllez, nombrado virrey de aquella isla el año anterior. Éste, que ostentaba ya por aquel entonces el título de duque de Osuna, le recibió con gran alborozo, informándole de la difícil situación política en Italia.
España dominaba buena parte del país transalpino: Nápoles y Sicilia, en el sur; y Milán, en el norte. Pero la hegemonía española estaba siendo amenazada por una persistente guerra en Saboya financiada por la República de Venecia, acérrima enemiga de la gloria hispana. El virrey de Sicilia convirtió a Quevedo en su asesor y hombre de confianza. Consciente de su gran capacidad, le encargó las misiones más difíciles y arriesgadas, casi todas ellas de carácter confidencial.
Fulminar a la flota
El Mare Nostrum se convirtió así en un campo más de batalla, donde el duque de Osuna era partidario de pasar a la ofensiva para fulminar a la acechante flota veneciana. Con tal fin organizó una poderosa Armada de galeras y bajeles que costeó de su propio bolsillo. Constituyó su propia escuadra dedicada la piratería bajo su pabellón ducal.
Pero el Gobierno español, reacio a crearse nuevos conflictos, desaprobó aquella decisión beligerante. El duque envió entonces a Madrid a Quevedo con los bolsillos repletos de dorados doblones y logró que el rey cambiara de parecer y mirase hacia otro lado ante sus planes de hostigamiento a la Serenísima República de Venecia. Eso sí, siempre que el monarca quedase oficialmente al margen. Por si fuera poco, Osuna consiguió que el soberano le nombrase virrey de Nápoles, el reino más importante de la península itálica.
Pedro Téllez, a quien sus enemigos motejaban con razón «Miedo del mundo», se dispuso a asestar el golpe de gracia a los venecianos. Y para ello envió primero a su agente-escritor a la ciudad de los canales con instrucciones de promover una insurrección que derribase al Gobierno de la República.
Quevedo coordinó así la operación junto con el embajador de España. En la conjura intervendrían mercenarios armados hasta los dientes, infiltrados en secreto por toda la ciudad. A éstos se les unirían, desde el mar, las galeras del duque, de las cuales debía desembarcar más de un millar de soldados de los Tercios. Pero advertidos del plan, los servicios secretos venecianos lo desbarataron finalmente, provocando un terrible baño de sangre. Muchos de los conspiradores murieron ahorcados. Grupos armados buscaron a los sospechosos casa por casa. Sobre todo, a Quevedo, por considerarle el principal instigador del complot. Pero éste consiguió huir y salvar la vida disfrazado de pordiosero entre las vociferantes hordas que exigían su cabeza.