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Rilke, en palabras de Juan Rulfo

Rilke
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El autor de «Pedro Páramo» se interesó desde que era muy joven por la obra de este poeta.

Apenas es un texto de ciento cincuenta páginas, pero se trata de una de las novelas cortas más perfectas que se pueden leer: «Pedro Páramo» (1955). Su autor, Juan Rulfo, quien dijo haber cambiado la estructura del texto a partir de una primera versión quitando, como dijo en una entrevista, «lucubraciones de autor» y «teniendo en cuenta al lector como coautor», hasta hacer una definitiva que pasaría a la historia de la literatura, resultó ser la quintaesencia de la innovación literaria con solamente ese libro y otro de cuentos de tono realista, «El llano en llamas» (1953). Su técnica narrativa estaría influida por el montaje cinematográfico y el «flashback» –Rulfo, además de ser fotógrafo, también firmó algún que otro cortometraje– y gobernada por el deseo de mitificar la realidad. Pero desde la ultratumba. Porque los protagonistas de «Pedro Páramo» son los muertos, que «viven» formando un pueblo de fantasmas: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plano de prometerlo todo», dice el enigmático primer párrafo de esta novela.

Cementerios y pueblos perdidos

Juan Preciado, el visitante que acude a Comala, a un Hades, a un «inferno» a ras de tierra, está ligado a las primeras leyendas: es un «joven Telémaco que inicia la contra-odisea en busca de su padre perdido», como afirmó Carlos Fuentes. Así, el mundo que descubre el órfico Juan es idéntico al real, salvo por el hecho de que está constituido por muertos. Lo cual no extrañó necesariamente a la crítica especializada pues, no en vano, el folclore mexicano está lleno de fantasmas que se pasean por los cementerios y por las calles de los pueblos perdidos, y la propia obra de Rulfo bebería de esa tradición oral, que hace frontera con el género fantástico.

El enigma de la corta producción literaria de Rulfo daría pie a mil disquisiciones. Con dos delgados libros había llegado a la mayor de las excelencias artísticas, y no hubo entrevista con Rulfo sin que surgiera la pregunta de si tenía en mente o estaba escribiendo un nuevo relato. Al final, en unas declaraciones de 1981, Rulfo dejaba claro que no se trataba de silencio: «Ha sido simplemente que no he tenido tiempo de dedicarme a todas estas cosas, a las mías, propias. La culpa no la tiene nadie. Se trata de esta, tan generalizada y simple, necesidad económica de mantener una familia». Al parecer, su empleo en el Instituto Nacional Indigenista no le facilitaba el tiempo libre suficiente para escribir (desde 1955 solamente creó doscientas páginas de una novela que destruiría y que se llamaba «La cordillera»). Por todo ello, cualquier texto que firme y se pueda catalogar de novedoso despierta la mayor atención de los lectores y de sus seguidores.

Es el caso de las «Elegías de Duino», el conocido poemario del escritor Rainer Maria Rilke (Praga, 1875-Montreux, 1960), ahora con una traducción muy singular del autor del estado de Jalisco, después de transcribir los versos y basar su versión en tres traducciones (la de Gonzalo Torrente Ballester, Mechthild von Hesse Podewils y el español exiliado en México Juan José Domenchina) que recuperaron en su momento las investigadoras Guadalupe Domínguez y Susy Rodríguez; éstas, en el año 2006 analizaron el trabajo rulfiano de no meramente traducción, sino «de una recreación, de una reescritura, de una nueva obra en sí misma», como asegura precisamente Alberto Vital, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el epílogo. «Todo ángel es terrible. Y no obstante/–¡desdichado de mí!–/os invoco, casi mortales pájaros del alma,/sabiendo que existís», escribe Juan Rulfo en la segunda elegía de esta obra que Rilke escribió entre 1912 y 1922, un año antes, por cierto, de que visitara España.

De ello –de sus pasos por la ciudad de Toledo y de la villa de Ronda, sobre todo– se ha escrito bastante; de manera destacada y muy bellamente, el escritor Mauricio Wiesenthal en su «Libro de réquiems» (2004): «Su vida no era un camino de rosas: unos poemas inspirados, una filosofía angustiosa, una infancia perdida, una mujer abandonada y una hija que había traído al mundo con total irresponsabilidad», comenta el escritor en el apartado titulado «El ángel de Rilke».

El joven Rulfo, afirma Vital, entre 1944 y 1952 se nutrió de lecturas poéticas, como se desprende de la correspondencia mantenida con su entonces novia Clara, donde deja emerger un gran lirismo. Sin duda, la lectura de Rainer Maria Rilke –un autor muy preciado también por dos importantes obras que suelen disfrutar del aprecio de los incipientes escritores: «Cartas a un joven poeta» y «Los cuadernos de Malte Laurids Brigge»– le atraería por ese descenso al mundo de los muertos que las «Elegías de Duino» poetizan, al tiempo que se preguntan qué es el hombre e incluso cuál es la misión del poeta.

El simbolismo que poseen los ángeles en estos versos ha sido mil y una veces estudiado y las traducciones y las biografías del autor se suceden, en especial por parte de su gran especialista, Antonio Pau, responsable de libros como «Rilke en Toledo» y «Vida de Rainer Maria Rilke».

En otro trabajo, el librito «Cuarenta y nueve poemas», Pau habla de la desgraciada existencia que Rilke sufrió, precisamente, durante la época de la escritura de las «Elegías» (hacen referencia al castillo de Duino, cerca de la ciudad Trieste, y a la princesa Maria von Thurn und Taxis, que apoyó de manera incondicional al poeta durante los últimos años de su vida): «La Primera Guerra Mundial –un conflicto para el cual el poeta, que ya se encontrada en los cuarenta años, fue movilizado–, la forzada estancia en Alemania, país por el que sentía una abierta y clara antipatía y en el que estuvo recluido durante un tiempo por su condición de apátrida después de que se produjera la caída del Imperio Austrohúngaro...».

Todo ello quedará compensado por la culminación de esta serie de poemas que quiere compartir con dos personas muy importantes para él: Maria y la que fue su amante durante varios años, Lou Andreas Salomé, la escritora y psicoanalista rusa tan vinculada a uno de los grandes pensadores de ese momento: Nietzsche. Son «dos cartas jubilosas, rebosantes de entusiasmo, casi con el mismo texto», explica Eustaquio Barjau en la introducción de «Elegías de Duino, los sonetos a Orfeo y otros poemas» (2000), en las que se expresa de esta manera: «Pero ahora eso está listo, está listo, está listo. Amén. Es pues por esto por lo que he resistido, por lo que he pasado por todo. Por Todo. Y era esto lo que había que hacer. Sólo esto». Hacer poesía: el objetivo primordial de su vida, para lo cual sacrificó todo y lo llevó a cruzar Europa de un extremo a otro, a instalarse en París, para seguir los pasos del escultor Auguste Rodin, que influye en su visión artística de forma definitiva, y a refugiarse en un torreón medieval de Suiza, concentrado en dar fin a una obra que la muerte selló a fines de diciembre de 1926, víctima de la leucemia, en el sanatorio de Val-Mont.

Cuando sucedió esto, Juan Rulfo todavía no era un escritor. Por entonces sólo era un niño de unos diez años que, apenas tres años antes, había sufrido la conmoción que supuso la muerte de su padre, que fue asesinado, y que va a padecer al año siguiente el fallecimiento de su madre. Muertos precoces para un chiquillo huérfano en el mísero pueblo de Apulco, en el centro de México, que acabaría, al torcerse su destino de una manera tan abrupta, en un orfanato y que en su minúscula pero colosal obra literaria iba a describir vivos fantasmales y ángeles rilkeanos que todavía hoy asombran y enternecen. Precisamente esta versión de las «Elegías de Duino» da fe de ello y supone el feliz encuentro de dos hombres que marcaron, desde dos instantes diferentes, el curso de la literatura.