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Rothko, en busca de la luz original

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  • Pedro Alberto Cruz Sánchez

    Pedro Alberto Cruz Sánchez

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La famosa «Capilla Rothko» de Houston cierra unos meses por reformas. Este mítico espacio de planta octogonal, dedicado a todas las religiones del mundo y en el que cuelgan catorce impresionantes monocromos negros del pintor norteamericano, va a reestructurar su lucernario a fin de ampliar el aporte de luz natural a su interior. El nuevo diseño contará con un sistema de lamas fijas que atrapan la luz natural y la difunden por el espacio de manera regular, conservando el propósito original del espacio. De esta manera, las condiciones lumínicas de la capilla serán semejantes a las del estudio de Rothko, y se cumplirá así su deseo de que las obras fueran contempladas con la misma luz con las que él las concibió. ¿Esta exigencia del artista –que se suicidó antes de la inauguración de la capilla– es un simple capricho de genio o, por el contrario, hay algo más que solo se comprende cuando nos adentramos en su concepción del arte? Parece cuanto menos curioso que Rothko pusiera tanto empeño en la recreación de unos requisitos específicos de iluminación cuando sus pinturas son enteramente negras y parecen «vivir» en otra dimensión, ensimismadas y ajenas a cualquier contexto. Pero no. Rothko entendía el arte como una experiencia integral, envolvente. Puede que sus cuadros resultaran transportarles y que, en definitiva, no parezcan más que objetos que se pueden exhibir en cualquier lugar y atmósfera. Aunque la verdad última es que estas pinturas negras están enraizadas a una luz muy concreta, y no se conciben fuera de ella. Estos monocromos negros requieren de la luz que los vio nacer para realizar su fotosíntesis espiritual diaria y generar ese ambiente irrepetible que se respira en la capilla de Houston. Rothko creó, en realidad, una instalación, un «site specific» que solo adquiere plenitud cuando se mira a través de la misma luz con la que él lo miró. Si se tratase solamente de pintar una y otra vez el mismo cuadro, la obra de Rothko sería un sinsentido. Estéticamente, sus monocromos o varían mínimamente de uno a otro o parecen clones. Pero no todo lo que pintó Rothko está registrado en sus lienzos: queda lo exterior, ese aspecto «ambiental» que forma parte de la vida, de lo que nace y muere cada día. Queda la luz ; aquello que convierte a la pintura en un espacio de reunión y de comunión, que la saca de sí misma para dialogar con todas las sensibilidades del mundo. Que la «Capilla Rothko» haya cerrado temporalmente sus puertas para conseguir ese tipo de luz que pretendía el maestro del neoexpresionismo no supone el cumplimiento de una simple exigencia testamentaria, sino la cualidad intangible que hace del arte un lugar de participación. Recuperar la luz original es devolverle su esencia a la pintura.

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