Se busca jarrón de Picasso
Lo de Ferran Adrià y su tortilla de patatas solo fue la cúspide de ese siglo de deconstrucciones que resultó el XX, que acabó siendo una centuria de abundantes demoliciones. Martin Heidegger barrenó los principios de la filosofía, que sus márgenes se habían quedado estrechos para las preocupaciones del nuevo pensamiento; Albert Einstein, ese teórico pop de la física, más conocido por su lengua «rollingstoniana» que por sus formulaciones, alumbraba una relatividad que sacaba a la luz las malas cimentaciones en los que descansaban los principios newtonianos; y Picasso, desde la esquina de su ingenio, derivaba hacia una pintura que reducía el milagro de la perspectiva espacial a un mero trampantojo, que es una palabreja algo ofensiva y humillante. Picasso, que vivía de la pintura, aunque su profesión parecía la de dinamitero del arte, se sacó de la manga ese as improvisado que era el cubismo. Dejaba así atrás los méritos pictóricos que habían amasado los primeros artistas renacentistas y se convertía en tahúr, pontífice y chamán de un estilo y una manera diferente de comprender la pintura. De pintor bohemio, con apartamento incluido en París, terminó coronándose como monarca indiscutible de las subastas, espectáculo museístico, reclamo para turistas, artista de millonarios, autor del «Guernica», adversario de Dalí, enemigo de corrientes abstractas y todo lo que buenamente se le quiera añadir, sumar o adherir, porque en el nombre de Picasso cabe todo, también los imposibles. Lo de tener una obra suya es equivalente a que el número que se ha jugado en la lotería salga en el bombo del sorteo. Osea, un milagro. Pero existe un fulano por ahí, en Colonia, Alemania, por eso de concretar, que va perdiendo los picassos en el tren con despreocupado desdén. El anciano se ve, que, aparte de dejarse la cabeza en casa, también se dejó en un vagón un jarrón hecho por el genio (la pieza extraviada era una cerámica con esa forma). Los abuelotes son gentes despistada, que suelen perder la calderilla de los bolsillos al sentarse en los asientos del metro, pero la perra gorda que se ha dejado este tipo alcanza la friolera de 10.000 euros, que no es precisamente unos duretes para comprer pipas ni la paga que se regala al nieto. El hombre, preocupado, ha denunciado su despiste en la policía (hasta ahora uno desconocía que las distracciones también podían llevarse a comisaría) y ha puesto a los maderos de turno a registrar intensamente convoyes para localizar la bolsa donde guardaba la obra perdida. La alerta ha alcanzado los medios de comunicación, que han anunciado a bombo y platillo el incidente como chascarrillo gracioso (¿qué es, de lo contrario, esta página?). Esto asegura que nadie en nuestra Europa en plena desintegración desconozca el desliz. Y, por otro lado, garantiza que el abuelo no vaya a recuperar semejante pieza jamás. Porque, veamos, después de tanto jaleo mediático, quién es el listo que al encontrarse una bolsa no se detiene a mirar si en su interior, por casualidad, hay un Picasso...