«El precio»: Miller, o la vigencia del drama clásico
Autor: Arthur Miller. Directora: Sílvia Munt. Intérpretes: Tristán Ulloa, Gonzalo de Castro, Eduardo Blanco y Elisabet Gelabert. El Pavón Teatro Kamikaze. Madrid. Hasta el 6 de enero.
Cada vez que vuelvo a encontrarme como espectador con el drama clásico norteamericano bien hecho, con el teatro de Miller, de O’Neill, de Williams... bien contado, recuerdo por qué el teatro es un género literario tan sublime como cualquier otro y entiendo de nuevo por qué el teatro es a la vez algo más que ese género literario. Un gran texto; un texto enorme con personajes complejos, profundos, gravados por su propia existencia, zarandeados emocionalmente, es decir, un texto con personajes reales y reconocibles, con personajes que explican la propia vida; eso... y unos actores capaces de interpretarlos, de convertirlos en personas. Nada más. ¡Y nada menos, claro! En eso ha de concentrarse solamente el director: en el texto y en los actores. Y así lo ha hecho Sílvia Munt, con gran inteligencia, en esta estupenda puesta en escena de El precio, en la que, a pesar del dilatado comienzo, cada línea de diálogo restalla pronto en el ambiente como un impetuoso latigazo al que responde, sin tregua, otro más sonoro y más arrebatado. Victor y Walter son dos hermanos que se han distanciado con el tiempo y que han seguido vidas muy diferentes. Ante la inminente demolición del antiguo domicilio familiar, ambos se reúnen en él –a Victor lo acompaña su esposa Esther- con un comprador que parece interesado en llevarse los viejos muebles. Con este sencillo planteamiento argumental, Arthur Miller construyó un auténtico tratado psicológico en la contraposición de dos caracteres prácticamente irreconciliables: el del sacrificado y comedido Victor, que condicionó su provenir a lo que su hermano llama la “fantasía” o la “ilusión” ética de cuidar a un padre no tan desvalido como aparentaba estar, y la del arrojado triunfador Walter, que sabe, no obstante, que ha dejado fuera de su exitoso camino muchas cosas verdaderamente importantes.
En el papel de Victor, Tristán Ulloa hace el trabajo más redondo y más rico que jamás le haya visto en su carrera teatral. Sencillamente, está extraordinario, y muy bien calibrado, en el variado arco de estados que ha de transmitir el alma de su personaje: desde la compasión a la inseguridad, pasando por la ciega rebeldía, la pesimista resignación o el inevitable desconsuelo del que sabe que el curso del tiempo no permite nunca recuperarlo. También Gonzalo de Castro, dando vida a Walter, está mejor que nunca en un papel estrictamente dramático, ya que su propensión a lo exagerado –eficaz casi siempre en otras lides más cómicas- ha sido aquí adecuadamente domada y supeditada a algunas espontáneas y verosímiles reacciones de su personaje en consonancia con la acción. Eduardo Blanco, por su parte, sirve de eficaz balanza en el conflicto, para aliviarlo o para encenderlo según convenga al ritmo, en una composición técnicamente muy brillante -aunque quizá demasiado marcada en el conjunto- del viejo tasador Solomon. Junto a ellos, Elisabet Gelaber tiene más dificultades para dar empaque –especialmente al principio de la obra- a un personaje que, ya sobre el papel, resulta ciertamente más débil.
Lo mejor: La esencia del drama está perfectamente leída y contada
Lo peor: El personaje de Esther se “ablanda” más de lo que en realidad es