Teatro

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«Espía a una mujer que se mata»: Chéjov en una caja de cerillas

«Espía a una mujer que se mata»: Chéjov en una caja de cerillas
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Autor y director: Daniel Veronese, a partir de «Tío Vania», de Antón Chéjov. Intérpretes: G. García Millán, J. Bosch, M. Gutiérrez, S. Sánchez, P. G. de las Heras, N. Verbeke y M. Salas. Teatro Valle-Inclán (Sala Francisco Nieva). Madrid. Hasta el 10 de diciembre.

Con automenciones en la primera escena al teatro anterior de Veronese, y a la reutilización de la particular escenografía en la que se enclaustra esta función –el espacio parece un mínimo laboratorio en el que se estuviera experimentando con los personajes–, se abre esta personalísima revisión de «Tío Vania» en cuya representación el director argentino pretende comprobar si se confirma o no la primera y gran hipótesis que él mismo lanza en el texto con contundencia: «La verdad está en los sueños». Tras un comienzo un tanto confuso
–demasiado texto y demasiado rápido–, la obra se va centrando al tiempo que, paradójicamente, se va nutriendo de otras obras y referencias. Por un lado, la anecdótica cita en el primer acto de la obra original de Chéjov al escritor Aleksandr Ostrovski se amplifica en esta versión, se multiplica e incluso parece que se traslada a otro escritor también llamado Ostrovski que nada tiene que ver con aquel y que es Nikolái, nacido precisamente el año que Chéjov fallecía. Por otra parte, el director tiende también un puente a otro escritor del siglo XX que es Jean Genet, y hace que los personajes de Astrov y Vania intercalen a lo largo de la función fragmentos de Las criadas en los que dan vida respectivamente a Clara y Solance. La verdad es que uno no llega a entender muy bien la base ni el objetivo de toda esa intertextualidad en la propuesta, pero lo más curioso es que la cosa no funciona nada mal y, desde el patio de butacas, la función se percibe como un todo sólido y coherete. Quizá sea porque «Tío Vania» es tan buena que lo admite prácticamente todo; quizá sea también porque Veronese tiene mucho oficio y sabe apretar bien las tuercas para que no se desbaraten las escenas que rebosan mayor dramatismo y que deben golpear debidamente al espectador; o quizá sea, simplemente, porque el director ha sabido confiar el peso de tal dramatismo a un estupendo elenco que, a pesar de manejarse en un código extraño –el humor que reclamaba Chéjov en los montajes de sus textos aquí roza en ocasiones el surrealismo–, sabe sacar el máximo beneficio de ello para no restar empaque a los personajes originales. Son especialmente «raros» los Vania, Astrov, Teleguin y Sonia a los que dan vida, respectivamente, Ginés Gª Millán, Jorge Bosch, Malena Gutiérrez y Marina Salas; pero no por ello son menos atractivos que en otras interpretaciones más ortodoxas que se han hecho de ellos anteriormente.