Nadie se libra del «refugio»
Miguel del Arco dirige y firma una pieza para el CDN en la que habla de corrupción política, del drama de los refugiados y, sobre todo, donde hace una reflexión sobre el leguaje y la comunicación.
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Miguel del Arco dirige y firma una pieza para el CDN en la que habla de corrupción política, del drama de los refugiados y, sobre todo, donde hace una reflexión sobre el leguaje y la comunicación.
Pier Paolo Pasolini expuso en 1968 su propio «Teorema»: mostró qué pasaría en una familia al introducir en ella un elemento extraño y externo. Un ser como Terence Stamp encandilaba a cada miembro del clan hasta que, con las mismas que llegó, desaparece dejando un vacío insalvable a sus espaldas. Esta idea es la que retoma –como autor y director– Miguel del Arco en «Refugio», que estrena, para el CDN, en la principal del Teatro María Guerrero. El visitante esta vez es Farid, un hombre refugiado que «ha perdido todo lo que significa algo para él», cuenta Raúl Prieto –el actor que le da vida–. Atrás, arrasados en su huida, quedaron una mujer (María Morales) y un hijo. Sima, la esposa, ya no es más que el recuerdo que queda en el protagonista, ella es su conciencia y, a la vez, va de la mano de ese sentimiento de culpa de haberlos dejado morir. Aun así, es la única salida comunicativa que tiene Farid. Un papel «complicado», para Prieto, que ha obligado al intérprete a «mirar de cara» el drama de las migraciones forzadas: «Me ha costado. Es terrible ver una realidad tan cruda de la que no sé si, de alguna manera, somos cómplices desde el silencio». El mismo silencio que moverá la pieza.
Sin saber cómo –«tampoco me ha interesado profundizar en ello», apunta Del Arco–, Farid se encuentra con una familia con un estatus social elevado, como ya pasara con Pasolini, de acogida que no le entiende. Ni él a ellos. Dos idiomas diferentes. Pero no le importa. De hecho, «quiere negarse el lenguaje para no tener que enfrentarse a ese dolor que lleva por dentro», explica. «El hombre está escondido en su lengua», escribió el poeta persa Yalal al-Din Rumi al que recurre el director.
Catarsis verbal
Sus reservas contrastan con la verborrea y la catarsis que desatan en el resto de los personajes y cómo la comunicación de la familia varía a partir del trato con el nuevo componente: Suso (Israel Elejalde), un político «súper enrollado porque tiene un refugiado en casa» –define el actor– que se encuentra asediado por la corrupción de todos sus colaboradores, no propia, y cuyo discurso ha dado la vuelta a las ideas para defender un poder «que no ha ejercido bien, pero que no le convierte en un malvado»; Amaya (Beatriz Argüello), una cantante de ópera que ha perdido la voz y, así, su medio de expresión, por lo que ya no encuentra sentido a hablar; Alicia (Carmen Arévalo), una mujer que defendió la libertad en el pasado y que ahora no encuentra verbos para conjugar el futuro; Lola (Macarena Sanz), la hija revolucionaria y estudiante de medicina que se enfrenta a las contradicciones con la figura de su padre: admiración frente a no comprender lo que hay montado a su alrededor, «pero que no me toque la paga» –puntualiza Del Arco–; y Mario (Hugo de la Vega), un chaval que, parapetado en las consolas, trata de mostrarse ajeno a todo, aunque no lo consiga. Necesita sentirse superior a alguien y con Farid lo logra a través de la violencia verbal», comenta el actor.
Un cuadro que ahonda en la palabra. Se habla de la corrupción política «sin identificar a mi personaje con ningún partido, porque lo que queríamos hacer es un análisis sobre el ejercicio del poder y que la perversión no está adscrita a una ideología, sino al mismo poder», comenta Elejalde, y del drama de los refugiados, pero, «por encima de esto –habla el dramaturgo–, es una reflexión sobre el lenguaje y la comunicación como base de nuestra existencia». Juego en el que un mismo término va tomando diferentes matices: a Suso lo «quieren mandar al desierto» –dice el personaje– desterrado, justo de donde huye Farid; o la casualidad de que «los ancianos y los refugiados busquen lo mismo, asilo». Miguel de Arco se detiene en «el intento que cada uno hacemos para construir la existencia a través del lenguaje. Somos narración porque estamos hechos de palabras. El lenguaje nos diferencia de los demás seres vivos y somos conscientes de nuestra propia existencia porque podemos enunciarla. Pero el lenguaje nos permite también ficcionar los hechos para escondernos de los demás o incluso de nosotros mismos».
Lo que en un principio se presenta como la llegada de Farid en busca de refugio termina derivando en el tema del extraño como el verdadero refugio de los demás. «Me interesaba ver cómo este silencio de Farid incita a la familia a comunicarse. Seguramente porque no se espera ninguna respuesta. Cuando alguien escucha sin entender, genera una cierta libertad, un cierto impulso a rastrear asuntos que verdaderamente con otra persona, que entienda y por lo tanto que pueda emitir un juicio, quizá no saldrían», justifica el autor. Una línea que Macarena Sanz resume poniendo voz a Lola: «Está muy bien hablar con Farid porque no te va a contestar, es como darle a un saco de boxeo».
A modo de ring estará un cubo diseñado por Paco Azorín que es a la vez un lugar donde sentirse protegidos, en el que parece que se está a salvo de todo, pero que también es algo que encierra de manera agónica. Porque esta función, pese a tener gotas de humor, es «bastante oscura –dice Del Arco–, se mueve en el mundo de las voces perdidas o corruptas en todos los sentidos. En parte es muy desoladora, aunque siempre hay una idea optimista alrededor de lo que sucede. Siempre confío en la capacidad del ser humano para poderse reinventar, aunque lo tenemos crudo».