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Una Celestina arrinconada

La Celestina. Autor: Fernando de Rojas. Dirección: José Luis Gómez. Intérpretes: José Luis Gómez, Chete Lera, Marta Belmonte, Raúl Prieto, Palmira Ferrer.... Teatro de la Comedia, hasta el 8 de mayo de 2016.
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He aquí un ejemplo manifiesto de cómo a veces las loables intenciones de un director no dan los resultados apetecibles para el espectador sobre el escenario. El empeño de José Luis Gómez -digno de elogio, como digo- por depurar y musicalizar la áspera prosa de Fernando de Rojas sin menoscabar demasiado la sintaxis de La Celestina, que fue parida, no lo olvidemos, en un castellano del siglo XV hoy rudo al oído, se ha traducido en una suerte de monótona cantinela de más de dos horas y media de duración en la que la forma distrae del fondo desde el principio.
Y, cuando digo “forma”, no me refiero solo al predominio de los rasgos fónicos sobre los estrictamente dramáticos en el proceso de hacer la versión, sino también a la propia puesta en escena de esa versión. Sin ir más lejos, toda la historia sentimental entre Calisto y Melibea queda en esta Celestina prácticamente arrinconada, en aras de mostrar al espectador, ante todo, un fresco de la vida liberal, repleta asimismo de tejemanejes y argucias, que imperaba en aquella época de apariencias y contradicciones. Ciertamente, esto está también en el libro, y fue por ello por lo que pasó a ser conocido popularmente como La Celestina en lugar de Tragicomedia de Calisto y Melibea, pero no es menos verdad que otra de las grandezas de la obra estriba en que esta, lejos de aleccionar, como supuestamente pretendía Rojas, sobre los peligros del amor, contiene una rica, precisa y precursora aproximación al torrente emocional que rige los destinos del hombre en su juventud, y a cómo este se mueve de manera infalible en su instintivo camino incluso cuando le conduce al pecado o a la muerte.
Y poco puede verse de todo ello en esta propuesta, que parece más centrada en la acrobacia del Gómez intérprete para dar vida a la popular alcahueta que en la “narratividad” de una obra que, precisamente, tiene casi tanto de novela como de teatro. Lo malo es que ese excelente actor que es Gómez no hace acto de presencia, esta vez, en su aproximación al personaje: el incomprensible atuendo –en todo caso apropiado para un sketch de humor en televisión- y el acento andaluz que aparece y desaparece sin explicación a lo largo de la función solo sirven para echar más lastre a una composición de la vieja meretriz que, con sus modos de ancianita revoltosa y entrañable, recuerda más a un cuento de los hermanos Grimm que a la obra de Rojas.
Muy poco ayuda a contar la historia, por otra parte, una escenografía que probablemente simboliza el entramado de callejas y casas de una judería, pero que obliga a desplazar la acción al fondo del escenario y que ralentiza notablemente la entrada y salida de los personajes en escena, algo bastante preocupante si tenemos en cuenta que, ya de por sí, la función adolece de un ritmo plúmbeo.
Pero hay más cosas extrañas –y digo “extrañas” porque uno no las espera de profesionales de la talla de los que aquí trabajan- que también dificultan la inmersión del espectador en la historia. Entre ellas, el vestuario. Atendiendo a la ropa, podría uno pensar que está viendo a personajes de distintas obras reunidos bajo un mismo montaje. Y lo más curioso a este respecto es que el diseño corra a cargo de un excelente figurinista como es Alejandro Andújar. ¡Pero lo mismo ocurre con la luz!: a uno le cuesta creer que alguien como Juan Gómez-Cornejo, uno de los mejores iluminadores que jamás haya pisado un teatro, pueda ser responsable de que durante casi toda la representación esté uno viendo, como principal foco de atención, una tarima brillante -para colmo inclinada- que bien podría haberse usado para hacer algún anuncio de productos de limpieza (aunque es verdad que en este desaguisado escénico probablemente nadie sea capaz de saber dónde ni con qué intensidad ha de colocar la luz).
Lo dicho: atendiendo al inmenso potencial de todo el equipo involucrado en la producción, uno tiene la sensación de que aquí algo raro ha sucedido, porque nadie parece trabajar creyendo verdaderamente en lo que hace.
Lo mejor: José Luis Torrijo, el único actor capaz de dar cierta entidad a su personaje, que es Sempronio, bajo una fallida dirección.
Lo peor: La poca enjundia de una propuesta que se ha vendido con una fatuidad casi insultante.