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Tercios españoles contra samuráis

Con Juan Pablo de Carrión al mando, el acero toledano se impuso a las katanas asiáticas
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Cagayán, al norte de Filipinas. En 1582 estaba punto de producirse allí uno de los episodios más extraños y desconocidos en la historia imperial de España.
Cagayán, al norte de Filipinas. En 1582 estaba punto de producirse allí uno de los episodios más extraños y desconocidos en la historia imperial de España.
Una flotilla de barcos de la Armada española se disponía a enfrentarse a fieros piratas y guerreros samuráis que asolaban la región desde hacía meses. Al mando de las tropas españolas estaba Juan Pablo de Carrión, un veterano capitán consciente del combate a vida o muerte que se disponía a librar.
Nacido 69 años antes en la localidad palentina de Carrión de los Condes, nuestro nuevo protagonista pertenecía a una familia hidalga con vocación militar. Desde pequeño, pareció así predestinado para la gloria en una época en la que España alcanzaba su cénit como nación. Pero su vida había sido hasta entonces una sucesión de decepciones y ocasiones perdidas. Como otros muchos jóvenes de su generación, Juan Pablo de Carrión viajó al Nuevo Mundo para forjarse como militar. Su primera gran oportunidad se le presentó al ser elegido timonel de una expedición a las islas Filipinas, cuya finalidad era establecer en aquellas islas un nuevo asentamiento que sirviera de base para acceder al comercio con China y Japón.
Lograron llegar hasta allí, pero el objetivo de la expedición se malogró por culpa de los nativos hostiles, el hambre y los naufragios. A diferencia de muchos compañeros suyos, Carrión salvó la vida y pudo regresar a España, aunque con el estigma del fracaso grabado a fuego en su ánimo. Aun así, era todavía joven y pensó que ya tendría otras ocasiones para desquitarse. Sirvió como tesorero del arzobispo de Toledo durante algún tiempo, y contrajo matrimonio con una bella dama. Pero su irrefrenable espíritu aventurero le impidió sentar la cabeza. Y puso rumbo de nuevo a América, dejando atrás a su mujer para instalarse en el antiguo país de los aztecas. El virrey de Nueva España le concedió una comisión en el astillero de Puerto Navidad, donde se construían las naos destinadas a Filipinas. Precisamente a aquellas islas, escenario de su anterior descalabro, anhelaba viajar de nuevo el aguerrido palentino para cambiar de suerte. Se las prometía muy felices, embarcado en una travesía de exploración que podía hacer historia. Su objetivo era encontrar el mítico tornaviaje, es decir, el camino de vuelta desde las Filipinas hasta América, a través del Pacífico. Pero algunas desavenencias de última hora le dejaron en tierra. La expedición fue un éxito y Carrión permaneció al margen rumiando su mala fortuna.
Aunque su pésima estrella no acabó ahí ni mucho menos. En México volvió a contraer matrimonio y la Inquisición le abrió un proceso por bigamia y judaizante. Fue condenado a dos años de cárcel. Y entre tanto, los años pasaban y su vida seguía declinando hacia el ocaso, sin ninguna esperanza de que volviese a lucir el sol.
Corría el año 1582. Japón había sido arrasado por sucesivas guerras civiles y su casta militar permanecía sin empleo. Deambulaban por todo el país samuráis sin dueño ni empresa, abocados al pillaje y la piratería. Eran los célebres «ronin», que devastaban la costa norte de Filipinas desde hacía tiempo. Hasta que las autoridades españolas, naturalmente, dijeron basta.
Los «ronin» portaban casi siempre dos espadas y eran contratados como mercenarios para realizar cualquier tipo de encargo con una sorprendente rapidez y eficacia. El cineasta japonés Akira Kurosawa es tal vez quien mejor ha retratado a estos singulares bandoleros en sus películas. Para expulsar a los temibles piratas se requería a un tipo duro sin nada que perder. Fue entonces cuando resurgió el nombre de Juan Pablo de Carrión, como el Ave Fénix de sus cenizas. El aludido aceptó encantado, cómo no, el peligroso reto. Con 69 años cumplidos, difícilmente se le iba a presentar ya otra oportunidad de alcanzar la gloria. Además, era mucho mejor morir de un sablazo samurái, que acabar de nuevo entre rejas o vagabundear como un paria en su vejez. Nuestro protagonista reclutó enseguida a cuarenta soldados de los Tercios y reunió siete embarcaciones que zarparon rumbo a la región de Cagayán, a quinientos kilómetros al norte de Manila. Era una misión casi suicida. La superioridad numérica de los asiáticos era tan abismal, que de poco valdrían las armas más sofisticadas de los españoles.
Pero contra todo pronóstico, el acero toledano se impuso finalmente a las katanas de los piratas, que huyeron en desbandada. Carrión fundó más tarde una ciudad en Filipinas, llamada Nueva Segovia, y desde entonces ya nunca más se volvió a saber de él.

El sueño imposible

Desde finales de la Edad Media, China se constituyó en el imaginario europeo como un país repleto de riquezas. Por eso, la posibilidad de su conquista por medio de las armas se discutió desde el principio. Uno de los primeros que planteó hacer eso fue precisamente Juan Pablo de Carrión. En 1573, el palentino se ofreció como voluntario para llevar a cabo la conquista si le concedían el mando de una flota. Pero no recibió respuesta. Luego hubo más intentos, como el del jesuita Alonso Sánchez. Según su plan, con quince mil soldados de los Tercios, apoyados por seis mil guerreros japoneses, sería suficiente para tomar China. En Madrid se tomó en serio esta iniciativa, constituyéndose una junta para estudiarla, aunque la empresa china quedó olvidada.

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