Tim Burton: el origen del «frikismo ilustrado»
Una biografía recorre la trayectoria del artista que recientemente ha estrenado «El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares» y que ha hecho de su pasión por el cine Z y los relatos góticos una seña de identidad.
Una biografía recorre la trayectoria del artista que recientemente ha estrenado «El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares» y que ha hecho de su pasión por el cine Z y los relatos góticos una seña de identidad.
Hay directores que se delatan en cada escena, que se exponen casi en cada imagen: ellos mismos, su pasado, su biografía, sus influencias, sus maestros, sus pesadillas, sus sueños... A estos son a los que llamamos precisamente autores. Gente incapaz de mantenerse al margen incluso si se trata de trabajar el material de otros. Tim Burton es uno de ellos, uno de los más notables ejemplos actuales, hasta el punto de haber dado nombre a un adjetivo: «burtonesco». Y es que, como afirma Ian Nathan, autor de «Tim Burton: Genio y obra de un icono del cine» (Libros Cúpula), «mucho antes de ser consciente de ello, ya era director de cine». Y esa es la mitad del trabajo: la pasión o la necesidad de ser algo. «Tim Burton hace películas sobre Tim Burton para complacer al Tim Burton atrapado en su interior», opina Nathan. Y ahí están «Eduardo Manostijeras», «Beetlejuice», «Charlie y la fábrica de chocolate» o «Pesadilla antes de Navidad» para atestiguarlo. Con su galería de incomprendidos, apartados, entrañables extraños, el director nacido en la soleada California viene dialogando con el niño y el adolescente que fue.
Mitos y estigmas
Advierte Nathan en esta biografía transversal (cada capítulo corresponde a un par de películas) y profusamente ilustrada, que Burton ha mitificado y estigmatizado en parte sus primeros años en este mundo: «Le gusta envolver su infancia en una mística gótica, como el principio de un relato breve de Poe o de una de sus propias películas. El chico del castillo con tijeras por manos, el murciélago en la mansión, la chica que cae por la madriguera del conejo... el chico de barrio residencial que huyó para convertirse en director. Semejante automitología le ha convertido en un artista tan distintivo». Sin embargo, la realidad no encaja con esta fantasía bizarra. Sus padres, una amable pareja de los años 50, había cumplido el sueño americano de chalé residencial al pie de Hollywood (en Burbank, concretamente), trabajo estable y domingos de beísbol. Pero, al igual que en los filmes del director, todo está envuelto en una bruma gótica dentro de la cabeza de este muchacho inadaptado que leía a Poe y Dickens, adoraba a Frankenstein y King Kong y paseaba mustio por el cementerio municipal. «Para mí lo extraño es lo real», dice. De modo que las casas ordenadas, racionales, de Burbank podrían generar más desasosiego que la visita de un fantasma: «En esas avenidas puedes encontrar una tremenda tristeza, gente patética que tenía sueños, pero cuyos sueños se han convertido en nada. Esa melancolía me afectó profundamente y estimuló mi imaginación. Era la cara oculta de Hollywood, el otro lado del oropel».
El resto lo harían la televisión y el cine: sus queridos monstruos de cartón, los muertos vivientes, las criaturas de serie Z, los rayos X en los ojos... Lo retrata muy gráficamente el autor del libro: «Ataviado con una chaqueta de chándal marrón y pantalones de campana, y escuchando punk rock, comenzó una inestable dieta de triples sesiones de cine serie Z en los cines de Burbank: “Destroy all Monsters” (1968) más “Blacula Scream” (1973) y “Dr. Jekyll and Sister Hyde” (1971), con un cubo de palomitas saladas al lado. Ahí subyacen los cimientos de Burton. Todas esas películas de desastres, de samuráis, “kaijus” japoneses, “Giallos” italianos, épicos desiertos, luchas de capa y espada, cine afroamericano, de animación, policiaco, o con invasiones alienígenas». Un cóctel de frikismo que explotaría en una de las carreras más personales, admirables y fecundas del último cine estadounidense.
Según Nathan, los ingredientes de los «burtonesco» están ya esbozados en su primer largometraje, «La gran aventura de Pee-wee» (1985). Son éstos: las secuencias oníricas, la animación stop-motion, el tono impredecible, la perspectiva infantil y la conexión personal con el director. Y en su progresión hacia un cine tan característico y personal, Burton topó (y al mismo tiempo halló colaboración) con los grandes estudios. Al igual que su barrio natal, al pie de Hollywood pero apartado por una colina que hasta lo hacía parecer a mil kilómetros de la Meca del Cine, la carrera del californiano ha sido un «estar dentro y fuera» de la industria. Desde sus inicios en Disney, donde epataba como niño prodigio pero no lograba que su concepción oscura de la animación convenciera a los ejecutivos, Burton ha ido lidiando con su «frikismo» hasta dar con la tecla. «Beetlejuice» (1988), «una versión burlesque de “El exorcista”», según el director, logró un inesperado éxito en taquilla y fue su pasaporte hacia el cine de gran presupuesto con «Batman». En esa eterna tensión entre lo personal y lo público, la complacencia personal y las necesidades de la industria, Burton logró una pieza icónica, una rara avis en el mundo del cómic en pantalla, una cinta de culto ni más ni menos. Y todo para replegarse luego sobre sí mismo y volcar sus energías en una obra que todos consideraban menor, «Eduardo Manostijeras», quintaesencia de su filmografía.
Modesta fantasía
«Los ejecutivos de los estudios quedaron perplejos. ¿Por qué se lanzaba tras aquella modesta fantasía? Ahora era un director de megaproducciones», señala Nathan. Pero es que cuando Burton encontró esta historia supo que era su autorretrato, un cuento de hadas contemporáneo con él mismo (su pasado) de protagonista: «Es Frankenstein, es el fantasma de la ópera, es el jorobado de Notre Dame, King Kong, la criatura de la laguna», decía. La Warner le rechazó el proyecto y la 20th Century Fox se la financió a regañadientes. Sólo quedaba una cuestión, y no precisamente baladí: ¿quién sería Eduardo Manostijeras? Nathan considera el encuentro artístico entre Johnny Depp y Tim Burton como “el equivalente en locura y gore a la hombría que formaron John Ford y John Wayne”. Pero lo cierto es que Burton no tenía ni idea de quién era ese joven que hasta la fecha solo había sido un rompecorazones barato en telefilmes olvidables. Desde el estudio le llegaban propuestas que habrían cambiado toda la historia de este filme, candidatos tan sorprendentes a ser el joven gótico con tijeras en las manos como Tom Cruise, Tom Hanks o incluso Michael Jackson. Pero «Eduardo representaba un reto único. Requería cualidades de una estrella del cine mudo, alquien que pudiera expresar emociones complejas a través sólo del lenguaje corporal». Y el director vio en Depp, tras un primer encuentro en una cafetería, a su protagonista indiscutible. El resto es historia.
Burton echa a volar de nuevo a «Dumbo»
«Rodar películas es algo tan personal para Burton que dejar de hacerlo sería como dejar de respirar», opina Ian Nathan. De tal manera que aún cabe esperar mucho de un director que tiene 58 años pero toneladas de proyectos sobre la mesa. El más curioso (todo un reto se mire como se mire) es una versión en imagen real de «Dumbo», el clásico de Disney. De hecho, Burton ya ha firmado con la compañía, que está en pleno proceso de «humanización» de sus grandes activos, como ha hecho recientemente con «Cenicienta», y como el propio Burton hizo con «Alicia en el país de las maravillas» en 2010. El elefante se recreará con elementos digitales, pero el resto del «cast» será de carne y hueso. Johnny Depp, dicen, tiene un puesto asegurado. Además, el californiano está planeando una secuela de «Beetlejuice» y se sabe que Michael Keaton y Winona Ryder ya han entablado conversaciones con Burton.
Vincent, un «mentor» al otro lado de la pantalla
Más allá de los inevitables Johnny Deep, Winona Ryder y Elena Bonham Carter, si hay un actor que ha dejado una huella indeleble en la carrera de Tim Burton, por lo que representó durante su formación y por las puntuales colaboraciones que tuvieron, ése es Vincent Price. Sus películas, especialmente las dirigidas por Corman, basadas en relatos de Poe, son parte arraigada de su memoria: «La casa Usher» (1960), «El péndulo de la muerte» (1961), «La máscara de la muerte roja» (1964)... Cintas de terror gótico que rayaban el gore, de bajísimo presupuesto, y que Burton consumía con la pasión del solitario vocacional: «Hay suficientes películas raras ahí fuera como para que puedas vivir una larga temporada sin amigos», decía. En Price vio la horma de su fantasía y en los balbuceos de su carrera ya lo tenía muy presente: en su honor rodó un maravilloso corto en stop-motion en el 82, «Vincent». Burton le hizo llegar el guión a Price, y logró que el actor narrara la historia en verso. «Quedé impresionado por el encanto amateur de Tim –aseguró Price–. Y cuando digo amateur es en el sentido francés del término, enamorado de algo». Posteriormente, el actor, ya casi octogenario, realizó un cameo en «Eduardo Manostijeras». Era el inventor que da vida al entrañable protagonista. «Es posible que su personaje describa lo que siento por él, cómo lo considero mi mentor, por así decirlo», afirma Burton. Tres años después, Price moría de cáncer mientras Burton estaba rodando toda una oda al cine inclasificable: «Ed Wood».