Todd Haynes, demasiado bueno para la palma de oro
«Wonderstruck», una preciosa historia de infancias cruzadas entre los años 20 y 70, encandila a la crítica, aunque resulta complicado que gane la competición
«Wonderstruck», una preciosa historia de infancias cruzadas entre los años 20 y 70, encandila a la crítica, aunque resulta complicado que gane la competición.
Niños que huyen en direcciones opuestas. Unos hacia el refugio de un futuro posible, en la espléndida «Wonderstruck», de Todd Haynes. Otro hacia el infierno, un fuera de campo que nos resulta insoportable, en la discutible «Loveless», del ruso Andrey Zvyagintsev. Entre la luz y la sombra, los aplausos de la prensa en el Festival de Cannes, maltratada por los interminables controles policiales que convierten cada uno de sus movimientos en un obstáculo que cada día se antoja más complicado salvar.
Afirma Todd Haynes que «Wonderstruck» «es un viaje de ácido para niños», aunque el eslogan de venta puede hacernos pensar en una película más agresiva de lo que en realidad es. No es la primera vez que Haynes mezcla varias historias para buscar rimas y reverberaciones en su mutuo diálogo. Antes que «I’m Not There», su sofisticado retrato cubista de Bob Dylan, habría que evocar «Poison», que cruzaba tres relatos, cada uno definido por un estilo visual distinto, para hablar de la diferencia como enfermedad. Cuando los dos vectores narrativos de «Wonderstruck» confluyen –el de una niña sorda, en 1927, en busca de su lugar en el mundo, cerca de su hermano, en el Manhattan donde nace el cine sonoro; el de un niño, en 1977, que se queda sordo por accidente, huérfano de madre, en busca de un padre al que no ha conocido–, Haynes utiliza la animación con miniaturas de un modo muy parecido al de su ópera prima, «Superstar: the Karen Carpenter Story», el «biopic» de la cantante anoréxica que hizo con muñecas Barbie. Da la impresión de que, al plantearse una película sobre la infancia, Haynes haya sentido la necesidad de regresar a su propia infancia como cineasta, en un gesto de bellísima humildad.
La imagen y la palabra
«Wonderstruck», la novela de Brian Selznick en que se basa, cuenta la historia de los años 20 en ilustraciones y la de los setenta en prosa. La imagen y la palabra: el cine. En el guión, Selznick, que en «La invención de Hugo» ya demostró su sensibilidad por el cine de los orígenes, traduce esa magnífica idea con enorme sencillez: la de los 20 es un filme mudo, sin intertítulos, en blanco y negro; la de los 70 es un filme sonoro y en color. Ambos están atravesados casi sin interrupción por la maravillosa partitura de Carter Burwell. Haynes no los opone, permite que se contagien: impregnado de su sordera, buena parte del viaje que Ben emprende en busca de su padre es casi mudo. El montaje es asociativo, emocional, busca objetos y motivos afines que permitan que lo que hay entre las imágenes se perciban como túneles del tiempo, y que el «Space Oddity» de Bowie que suena en un momento de la película acabe definiéndola. Porque «Wonderstruck» es, exactamente, una odisea por el espacio-tiempo.
«Quería homenajear a todo lo que los niños pueden hacer y mostrar a dos niños aislados en sus vidas, en sus familias, pero que sienten que algo les empuja a descubrir el mundo para encontrar las respuestas a las cuestiones que se plantean», aseguró el director. Haynes citó «Y el mundo marcha» de Vidor y la fotografía de «French Connection» como dos de sus modelos, a los que añadió los montajes disruptivos de Nicolas Roeg. Como dijo en rueda de prensa, la película llama la atención constantemente sobre los elementos constitutivos del cine. Su estructuralista deconstrucción podría hacernos pensar en un ejercicio manierista, aunque Haynes es un maestro en encontrar su propia voz en la aparente frialdad de un análisis semiótico. Triunfa, nos dice, la imagen y el sonido, desde esa magia extraña, inaprehensible –la que, por ejemplo, hizo que fueran los niños protagonistas quienes le aconsejaran sobre qué soluciones de montaje funcionaban o cuáles no–, del regreso al cine hecho a mano. La suya es una reivindicación de lo artesanal y de lo táctil en tiempos tan alejados de aquello como son los digitales. Cuando la película se resuelve, en brazos de una Julianne Moore avejentada, Haynes aprovecha para materializar su discurso en la maqueta de una ciudad que es, también, la biografía de un hombre que creía que los objetos eran depósito de la memoria, y que los espacios nos cuentan a nosotros mismos, sobre todo si son las manos las que han construido su geografía. Es entonces cuando el ejercicio de estilo adquiere una profundidad emocional que Haynes conduce más allá del cielo. Podría ser una Palma de Oro fantástica para el director de «Carol» –que no logró el merecedido premio en 2015–, si no fuera porque es demasiado luminosa para un galardón que a menudo prefiere y se decanta viajes más tenebrosos (él confesó frente a los medios que «nada ha sido especialmente fácil en esta película»).
Más negra que el carbón
Si es así, el ruso Andrey Zvyagintsev lo tiene fácil, porque «Loveless» es más negra que el carbón. Otro niño huye de casa y desaparece a los pocos minutos de metraje. En ese tiempo, tenemos suficiente para entender por qué llora desconsolado. Sus padres se están divorciando, quieren vender el apartamento para repartirse los beneficios y pasar página, lo que incluye al niño, al que ignoran o maltratan. Ambos representan –y Zvyagintsev se encarga de subrayarlo hasta la saciedad en el filme– la dimensión más materialista y narcisista de una nación hundida en la anestesia emocional: el padre formó una familia para conseguir un trabajo bien remunerado en una empresa católica hasta la médula, la madre se pasa el día enganchada al móvil y a las redes sociales.
La sutileza no es el punto fuerte de una película como «Loveless». El problema no es tanto la obviedad de su diagnóstico sobre la enfermedad moral de la sociedad rusa contemporánea –por ejemplo, la tragedia que viven los protagonistas se complementa con las noticias en «off» que se escuchan sobre la guerra de Ucrania– sino que su eficacia dramática, en verdad contundente, está articulada alrededor de dos personajes que resultan despreciables, por los que no cabe sentir la más mínima de las empatías. Existen, por supuesto, para que Zvyagintsev saque el máximo partido de su valor simbólico en la nihilista radiografía que hace de su país. La búsqueda del hijo resulta muy angustiosa porque, muy astutamente, el cineasta ruso nos obliga a identificarnos con su ausencia. La infinitud de ese fuera de campo, que abarca todas las esquinas de la película –y que escarba un equipo de voluntarios que no parece tener nada más que hacer que buscar a un niño desaparecido–, es el gran hallazgo de un filme que lo que hace es explorar un terreno parecido al de «Leviatán», premio al mejor director en el Festival de Cannes 2014, con la desventaja en este caso de que sus metáforas sociopolíticas, su estructura circular sin escapatoria y su misantropía se autoimponen a la voluntad reflexiva del propio espectador.
LA SEMIÓTICA DEL AMOR
«El enamorado», decía Barthes, «es el semiólogo salvaje puro. Está realmente al acecho de los signos». A Barthes siempre hay que darle la razón, sobre todo en los «Fragmentos de un discurso amoroso». Su insólito «best seller» es el punto de partida de «Un beau soleil interieur», en la que Claire Denis demuestra que, después de adaptar a un filósofo como Jean-Luc Nancy en «L’intrus», las lúcidas meditaciones poéticas sobre el amor como sistema de signos de Barthes le parecen poco menos que un paseo veraniego. La película, que inauguró ayer la Quincena de Realizadores, es lo más similar a una comedia romántica que Denis haya rodado jamás. Tal vez ha sido su ligereza la que ha apartado, una vez más, a la directora de «Beau Travail» de la competición oficial, pero lo cierto es que la historia de Isabelle (una radiante Juliette Binoche), artista divorciada en busca de la pareja ideal, jalonada por sus sucesivos encuentros con una variada patulea de hombres que siempre la perciben como estación de paso, da pie a la forja de un discurso feminista que, más allá de los tópicos, confirma que, en efecto, el amor es un sistema de signos que más vale no descifrar.