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Tratado de sociología; por César Vidal

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Hace unos años, mi hija Lara, aún una niña, quedó subyugada por un actor secundario que aparecía con cara de despistado en una vieja película accesible gracias a ese maravilloso invento que es el DVD. No sabía quién era, pero no podía evitar sentirse conmovida, divertida y emocionada por sus muecas, sus miradas y sus palabras. Cuando, preguntado por su identidad, le dije que se trataba de Alfredo Landa, me miró con gesto de no enterarse de a quién me refería. Era lógico. Ella había nacido ya en una época en que referencias como posguerra, tranvía, plan de Desarrollo o emigración no significaban nada. Tampoco le decía lo más mínimo una palabra como «landismo». Durante décadas el término –derivado como se puede imaginar de Alfredo Landa– se utilizó de manera peyorativa para referirse a películas cuyo protagonista era un reprimido sexual carpetovetónico que, por razones no del todo establecidas, se veía rodeado de señoras estupendas normalmente en bikini o ropa interior. Denotaba así esa enfermedad tan común entre los críticos, la de hablar mal de algo a lo que no podrían acercarse ni de lejos porque ni siquiera aciertan a comprenderlo de manera cabal.
Y es que el landismo fue, sigue siendo, un símbolo más que sazonado de toda una época. Se puede objetar que con la misma justicia se podría haber hecho referencia al gomezburdismo o al tonyleblanquismo. Es cierto, pero si, finalmente, la etiqueta quedó vinculada a Landa fue porque, en no escasa medida, encarnó como poquísimos el salto espectacular de una España subdesarrollada y con ganas de salir adelante que estaba pasando del arado al tratado preferencial con el Mercado Común o, como se indicó con frase certera, de la alpargata al 600. Pocos documentos mejores sobre aquella época habrá que las películas de Alfredo Landa. En «Atraco a las tres» dejaba constancia de la vida adocenada de los pobres empleados de banca que no sabían qué hacer para abrirse horizontes nuevos en una España en blanco y negro. En «El alma se serena», pudo ser aquel campesino que no terminaba de centrarse en una España que discurría a velocidad excesiva en lo que a las costumbres se refiere siquiera porque estaba viviendo la revolución industrial que no pudieron realizar los liberales en el siglo XIX. En «¡Vente a Alemania, Pepe!», Landa encarnó el deseo de salir adelante de tantos compatriotas que habían marchado al extranjero para ganarse la vida y ayudar al desarrollo de la nación con las remesas de divisas. En «Vente a ligar al oeste» mostraba cómo la llegada de algunas grandes industrias –en este caso el cine de los paellas western en Almería– estaban transformando la piel de toro quizá mucho más en profundidad de lo que habrían deseado sus gobernantes. El landismo no se detuvo –las eras históricas nunca lo hacen ni siquiera aunque los bárbaros irrumpan en la Roma imperial– con la muerte de Franco. Simplemente, aquella España cambió de régimen y demostró que, enfrentada con la modernidad, estaba dispuesta a partirse el pecho dando de sí lo que muchos consideraban imposible. El que contemplara la interpretación de Alfredo Landa como explotado extremeño en «Los santos inocentes» –premio del Festival de Cannes en 1984– no sólo podía percatarse de cómo España llevaba cambiando su rumbo rezagado desde hacía décadas, sino que también asistía a lo que podían dar de sí aquellos españoles duros como el pedernal. A fin de cuentas, los mismos hispanos pequeños, duros e hirsutos que se habían ido con la maleta de cartón a Stuttgart o a Zúrich; o que habían sufrido el pluriempleo para pagar una hipoteca o una lavadora eran de la misma cepa que los que entraban en la OTAN o en la Unión Europea. El chuleta vaguete, pero patriota de «Las que tienen que servir» o el desertor del arado metido a ladronzuelo de «Los que tocan el piano» habían engendrado al agudo observador social y sobrio detective Germán Areta de los dos «Cracks» o al sufrido currante de «Las verdes praderas», una de las películas clave de la Transición, en la que José Luis Garci supo adelantar que no era precisamente oro todo lo que relucía en aquella España que pasaba de Adolfo Suárez a Felipe González. Como el ya desaparecido José Luis López Vázquez o el todavía presente José Sacristán, Alfredo Landa dejó de manifiesto en sus películas y en su carrera de actor extraordinario los frutos que podían producir los españoles aunque estuvieran plantados en una época marcada por el fracaso de la Segunda República, la sangre de la Guerra Civil, el hambre de la posguerra y el deseo de salir adelante aunque fuera arrancando piedras con los dientes. Sus películas continuarán siendo indispensables para entender más de medio siglo de Historia de España y su trabajo fue un ejemplo de hasta dónde se puede llegar cuando el esfuerzo es norma de vida. Descanse en paz.

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