Un escritor sin cerraduras
La historia, la de Félix y la mía, como la de tantos jóvenes de aquella época, se remonta a 1963. Yo llegué a Madrid sin la intención de quedarme a vivir, como después hice, y empecé a relacionarme con un círculo de cinéfilos por una parte, y por otra con el de los escritores, sobre todo con los poetas, que era a lo que yo me dedicaba. Y fue aquí donde tuve dos lugares de acogida. El primero era la casa de Vicente Aleixandre, un hombre entrañable pero al que había que pedir permiso para visitar, y otro, la de Félix Grande, Paquita y su nena. Para nosotros, solteros, recién llegados a la capital, acostumbrados a comer por poco dinero, libres de ataduras y sin pareja, llegar allí era como aceder al santuario de la felicidad. Su puerta siempre estaba abierta para cualquiera, una casa sin cerraduras, en la que eras recibido a cualquier hora, siempre con un plato en la mesa y con una sonrisa. Por aquel entonces Félix ya era un poeta que descollaba. Había recibido el Premio Adonais de Poesía en 1963 y otro muy prestigioso, el Casa de las Américas en 1967. Le admiraba profundamente por la manera que tenía de trabajar, por la confianza que nos daba. Teníamos en aquellos años sueldos más bien escasos y él lo compartía todo con el que llegaba, las conversaciones las risas, las juergas de guitarra, porque él tocaba bastante bien, siempre estaba dándole a la púa.
Le recuerdo con amistades de gente grandiosa del flamenco como Camarón o Paco de Lucía, que fue fundamental para él. Me viene a la cabeza también como redactor de la revista «Cuadernos Hispanoamericanos», cuyo director en aquel tiempo era Luis Rosales. Recibía una montón de libros para hacer crítica de ellos y los que llegaban a la redacción para leerlos se dedicaba a prestarlos. En 1964, por ejemplo, recuerdo una tarde en su casa, después de abrir un paquete que había recibido me dijo que si quería leer algo extraordinario y me dejó la primera edición de «Rayuela» de Cortázar. Me sorbí el libro. «¿Qué te ha perecido?», me preguntó cuando lo acabé. «Me ha enloquecido», le contesté. Y me preguntó entonces: «¿Quieres otro libro de ese tonelaje?». Y me puso en la mano «Cien años de soledad» de García Márquez. Siempre sintió un cariño verdadero por sus amigos. Después, con el paso del tiempo, nos fuimos casando, haciendo cada uno nuestra vida, pero recordaré aquella amistad más íntima nuestra que fue la de juventud.
La última vez que le vi fue en el Museo Thyssen con motivo de la inauguración de una exposición de Antonio López, a quien había tenido el orgullo de poder escribir un texto de un catálogo. Era una tarde de verano. Allí estábamos mi mujer, Félix y yo. Nos adelantó entonces que no le preocupaba su salud, sino la de Paquita. A ella y a la niña, hoy convertida ya en una gran poetisa, les quiero mandar mi cariño.