Una Cataluña libre de mitos
Roberto Fernández Díaz ganó el Premio Nacional de Historia por su «aplicación rigurosa de la metodología crítica y profesional frente a la instrumentalización pública y política de los hechos»
Puede que fuera por la inercia del día, ésa que desde el mediodía de ayer le llevó a descolgar una y otra vez el teléfono para hablar de la Cataluña del siglo XVIII –una de sus pasiones–, pero la verdad es que, sólo con los primeros diez segundos de la llamada, uno se da cuenta de que Roberto Fernández Díaz lleva la historia muy dentro, la tiene entre ceja y ceja. No se ha cumplido ni medio minuto y ya convence, por si alguien tuviera dudas, de lo importante que es conocer nuestro pasado. Porque, como él cuenta, «la remota España del XVIII todavía existe en nuestra actualidad». De hecho abre el gran debate de Europa, que no es el euro, ni las fronteras ni el desgraciado caso de los refugiados, es «cómo vamos a construir esta Europa, ¿con los ideales de la Ilustración o del Romanticismo? ¿El racionalismo crítico o el espíritu del pueblo? Yo voto por la Ilustración». Casi ni da tiempo a abrir la boca para felicitarle por una de las noticias del día. La que le convertía en el nuevo Premio Nacional de Historia. ¿Por? «Por su excelente revisión en torno a un importante debate historiográfico y por la aplicación rigurosa de la metodología crítica y profesional frente a la instrumentalización pública y política de los hechos históricos», justificaba su elección el jurado de esta edición. Méritos conseguidos con «Cataluña y el absolutismo borbónico» (Crítica), obra calificada como «necesaria para conocer y comprender las relaciones entre ambas partes».
Pero ¿qué hay que comprender? «Que Cataluña en el XVIII tuvo una expansión económica, social y cultural extraordinaria por tres motivos. Primero, por una coyuntura económica internacional expansiva; en segundo lugar por la propia sociedad catalana, muy dinámica y emprendedora en los sectores en los que se movían los grandes industriales, comerciales, artesanos ricos y algunos propietarios agrícolas; y por último, por alguna de las políticas del reformismo borbónico, que dialogó muy bien con los intereses, las intenciones y objetivos que tenían las clases emergentes en Cataluña. Todo este diálogo hizo que el XVIII fuera muy bueno», explicaba el premiado, que continuaba con lo que fue objeto de su tesis: «La burguesía catalana prácticamente se hace a sí misma desde la segunda mitad del XVII. Primero se centra en los intereses comerciales para ligarse a los de las grandes fábricas indianas y volver al mundo del comercial. Tenían una visión de Cataluña y España de clases, una visión de grandes comerciales e industriales».
Valor social
Pero si de algo quiere separarse Fernández Díaz es de hablar de reveses a unos ideales y de desmontar mitos. «No he pretendido acabar con ninguno –prosigue–. Soy un historiador académico que hace siete años, después de 30 dando clases en una facultad universitaria, tenía la necesidad de reivindicar el valor social de la historia como ciencia. Y que tenía la curiosidad de mostrar que, entre la subjetividad natural de los seres humanos y el conocimiento objetivo de la realidad social que necesitamos, es preciso sacar los sentimientos, dejarlos de lado y poner en medio el pensamiento y el racionalismo crítico, que es lo que me interesa fundamentalmente por encima de todo. Hacer una reivindicación de la historiografía como disciplina científica puesta al conocimiento del pasado para que los ciudadanos después decidan libremente sobre cómo tiene que avanzar la sociedad».
Algo que tiene muy claro desde su condición de «vilariano», como se define Fernández Díaz. «Pierre Vilar era una persona populista y en cambio fue uno de los más importantes historiadores científicos del siglo XX, cuya obra perdurará. Porque no es ideológica, sino científica. No tiene juicios de valor, lo que tiene es una demostración de hechos e interpretación a partir de ellos», zanja.
Así es su historia, la que imparte, la que vive, la que analiza y la que le apasiona, la que tiene entre ceja y ceja. Simplemente se ha ceñido en observar cómo los investigadores catalanes del XVIII hasta ahora han estudiado el periodo que recoge en el libro, el del absolutismo borbónico. «Intento ver en qué medida el discurso de una parte de los historiadores catalanes ha podido contaminarse por influencias de la ideología, lo que ha hecho que sus obras tuvieran una interpretación no siempre lo más científica posible. Lo hago para reivindicar el valor de la historia, pero podría haber hecho lo mismo con los historiadores españoles con respecto al XVIII de todo el país».
Un rigor que ha terminado haciendo de su libro una referencia –y más desde ayer– y que llevó a Íñigo Méndez de Vigo, ministro de Educación, Cultura y Deporte, a leerlo con «detenimiento» y a felicitar a Fernández Díaz por «una aportación fundamental a la historia de Cataluña y de España que desmitifica y desbarata los falsos tópicos en los que los independentistas catalanes fundamentan sus argumentos». Punto que, tras agradecer las palabras del ministro, utiliza para recordar que el historiador no tiene que dedicarse ni a ensalzar las patrias ni a criticarlas, tiene que estudiar las sociedades humanas desde la libertad, la objetividad y la ecuanimidad. ¿Difícil de conseguir? «Sin duda, pero para eso hemos inventado el método científico que también sirve para analizar las sociedades humanas».
Y si la historia como ciencia y la importancia del rigor son vitales en el discurso de Fernández Díaz, no lo es menos el hacer llegar ésta al resto de la gente. «La divulgación es una de las obligaciones de un profesor de universidad. Los historiadores debemos ser el vehículo de diálogo, de acercamiento y de comprensión de la sociedad. Siempre hay tiempo para el diálogo, para las palabras. Debemos construir dando el mejor conocimiento del pasado que nos da el método científico».