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Una mirada profunda; por Luis del Val

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Dice José Luis Garci que el cine es la mirada, y ese principio se vuelve arquetipo en Alfredo Landa, porque cuando esos ojos oscuros y penetrantes se dirigen hacia otra persona, el espectador siente que, por la pantalla, pasa un rayo inconsútil que atraviesa los cuerpos y las materias. Puede que donde nos llegamos a dar cuenta, de verdad, del valor de la mirada de Landa y fuese en «El crack». El personaje del inspector Areta (apellido materno real del actor) creado por Garci y Valcárcel y encontró en Landa un intérprete verosímil y genial, que se imponía a la asociación de muchos espectadores con el llamado landismo, un género costumbrista, en el que el actor navarro daba vida al español casposamente típico, bajito y casi siempre enfadado, puede que por pensar que los demás tenían una actividad sexual más intensa que él. Ese cine que despreciábamos los tontos contemporáneos de la época, y que mirábamos con superioridad, mientras nos aburríamos en las salas de arte y ensayo con Antonioni y el largo mariachi imitador de la «nouvelle vague», entretuvo y divirtió a millones de españoles.
Si ya antes de «El crack» y Alfredo había mostrado otro Landa en «Las verdes praderas», fue en «Los santos inocentes», de Mario Camus, donde aquel chico que había empezado con el TEU y que, al principio, despreciaba el cine y puso la guinda de una carrera en la que siempre tuvo la honestidad de entregarse con todo su talento, cualquiera que fuese la calidad del guión, del director o de la película. El Landa que corría en calzoncillos por los pasillos de los hoteles, o no disimulaba la lujuria cuando por las playas pasaba una sueca sucintamente vestida, se convirtió en el gran actor Alfredo Landa, y llovieron los premios, y los tontos contemporáneos con ínfulas de intelectuales nos comenzamos a dar cuenta de que es preferible una película honesta, que intente divertir sin pretensiones, que una historia petulante y aburrida por la obsesión de querer transmitir mensajes sociológicos o políticos.
Este fin de semana, a una hora apropiada, pondré en un vaso mezclador mucho hielo, una gota, una sola gota de Martini extra dry, y lo regaré con un generoso chorro de ginebra. Luego, después de mezclar despacio, lo verteré en la copa tradicional, le pondré una pequeña cáscara de limón y pensaré en la barbería donde Areta se afeitaba, y en Nueva York, y en Garci, y en la mirada de Alfredo Landa, y en el puñetero paso del tiempo. Y es probable que los ojos se me pongan tan húmedos y neblinososos como el exterior la copa del dry Martini.

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