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Velázquez se retrata en París

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La imponente exposición en el Gran Palais, con obras maestras del pintor sevillano, se vive como el acontecimiento cultural del año.
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez hace una entrada real en París, de la mano de Guillaume Kientz, conservador del museo del Louvre, encargado de sus colecciones de pinturas y esculturas españolas, y comisario de la exposición que alberga a partir de mañana el Grand Palais. Es «real» porque la exposición va a ser inaugurada por los Reyes de España en el marco de su primera visita de Estado a Francia y porque, aunque parezca increíble, jamás Francia había abierto sus palacios al pintor sevillano. La elección del Grand Palais, y no el Louvre, para acoger a Velázquez responde a una decisión del director del museo de este, Jean-Luc Martinez, que imaginaba la afluencia de miles de visitantes atraídos por un gran artista como Velázquez a las entradas ya saturadas del Louvre. Así, en el Grand Palais, Velázquez dispone del espacio que merece, la luz es más adecuada y los visitantes serán mejor acogidos. El público francés desconoce la obra de quien Manet consagró como «el pintor de los pintores» en una carta que escribió a Baudelaire tras una breve estancia en Madrid en 1865. Sirvan, como excusas, que la producción de Velázquez no es muy extensa (apenas un centenar de cuadros), y que la mayoría están expuestos en El Prado, sin contar con que Velázquez pintaba para el rey y sus obras se quedaban en las colecciones reales.
Naturalismo español
París no busca competir con la gran exposición que dedicaron a Velázquez el Metropolitan Museum de Nueva York y El Prado en 1989 y1990, sino «completarla», asegura el comisario. «Han pasado 25 años y, entre tanto, ha cambiado mucho el conocimiento sobre su arte y su evolución». Entre las distintas aportaciones que los historiadores han ido ofreciendo a lo largo de estos años y que se podrán apreciar en la exposición del Grand Palais destacan dos: «Una distinción más precisa entre el naturalismo español de Velázquez en Sevilla, durante sus primeros años, y el descubrimiento del caravaggismo tras sus primeros contactos con la pintura en Castilla, en 1622; y la identificación o definición estilística de sus colaboradores como Juan de Pareja, Pietro Martire Neri, que trabajó con él en Roma durante su segundo viaje, y sobre todo Juan Bautista Martínez del Mazo, su yerno y principal colaborador». Este panorama completo de la obra de Velázquez (51 de las 119 expuestas) está enriquecido con la presentación, por primera vez al público, de dos pinturas descubiertas recientemente: «La educación de la Virgen» (New Haven, Yale Art Galley) y el «Retrato del inquisidor Sebastián de Huerta» (colección particular).
Y si unos descubren que poseen un Velázquez, otros viven el proceso inverso, como ha sufrido el Louvre a lo largo del siglo pasado: creía que poseía seis cuadros del pintor del rey Felipe IV, y poco a poco ha tenido que ir admitiendo que ninguno había salido de la mano del pintor sevillano. El último, un «Retrato de la Infanta Margarita», finalmente atribuido a Martínez del Mazo. Desde que fue instalado en 1654 en los apartamentos de Ana de Austria en el Palacio de El Louvre, había sido reconocido y presentado como un original. Hubo que esperar poco más de tres siglos para que por primera vez López Rey, reconociendo la calidad de la obra, la atribuyera al taller del maestro, y casi medio siglo más para que el Louvre admitiera que tenía entre sus manos un bello retrato elaborado por Martínez del Mazo. Éste es otro de los retos de la exposición mostrar que un «Martínez del Mazo» o un «Pareja» son obras de arte en su totalidad y no necesariamente «falsos Velázquez».
El Louvre, el Grand Palais y el Kunsthistorisches Museum de Viena han unido fuerzas, y con el indiscutible apoyo de El Prado, el resultado es excepcional. Se han obtenido los préstamos de la «Forja de Vulcano» (Prado), «La túnica de José» (El Escorial), «La Venus del espejo» (National Gallery de Londres) o «El retrato de Inocencio X» (Palacio Doria Pamphili, Roma). Sin embargo, la intención de Kientz no es «colgar una obra maestra al lado de otra obra maestra, sino mostrar un discurso. Si alguien quiere ver sólo obras maestras de Velázquez, lo mejor que hay que hacer es ir al museo de El Prado. Aquí no podemos ni queremos competir con él. Nuestro objetivo es enseñar la evolución completa de Velázquez enseñando unos ángulos precisos, ideas nuevas para entusiasmar a todos los que visiten la exposición».
La escenografía de la muestra, a cargo de Maciej Fiszer, es «fluida y transparente», y habría que añadir «evidente». Como el público francés desconoce la producción de Velázquez, sus obras maestras han sido colgadas en los lugares más importantes para que quede claro. «Después hemos creado puntos de vista, como poner en un lugar dos obras que guardan una relación entre ellas», añade Guillaume Kientz, «es una propuesta escenográfica muy didáctica, muy visual, de tal forma que un visitante no deberá leer los textos: mirando las piezas, con acercamientos y el juego visual, pienso que pueden entender lo que quiero enseñar».
La disposición de los cuadros busca crear un recorrido de emociones jugando con la luz natural y el color que aparece y se refuerza «in crescendo». El primer impacto visual que recibe el público es «La educación de la Virgen», presentada sobre una gola central. En esta primera sala, dedicada a los años de formación de Velázquez, se procura conseguir una atmósfera intimista, evocando el clima artístico de la Andalucía de principios de siglo XVII. Para los retratos se han reservado espacios más sombríos con el objetivo de que la mirada de los visitantes se cruce con la de los personajes inmortalizados. El paso siguiente está bañado de la luz del norte. Para contemplar «La Venus del espejo», el único desnudo del sevillano, han construido una gran sala oval cubierta con un velo que difunde la luz. Completan el recorrido la evolución del estilo hacia un caravaggismo más evidente, sus inicios y consagración en la corte, y sus viajes a Italia, que dieron tan buenos frutos como el «Retrato de Inocencio X», cedido por la Galería Doria Pamphili. El cierre está consagrado a los últimos años de Velázquez y su influencia sobre los llamados «velazqueños», especialmente en su yerno y más fiel discípulo, Martínez del Mazo. Están ausentes del Grand Palais los grandes retratos ecuestres que los museos de San Petersburgo y San Paulo no han querido ceder; la «Vieja friendo huevos», que se conserva en el National Gallery of Scotland, en Edimburgo, porque ya tenía otros compromisos anteriores; o el «Retrato de Baltasar Carlos con su vestido de plata», propiedad de la Wallace Collection, que por cláusula testamentaria no puede abandonar la Hertford House.
Guillaume Keintz también echa de menos el «Bufón Sebastián de Mora» (ya había cubierto el cupo de peticiones), y «El Aguador», del que su propietario, el Wellington Museum, instalado en el palacio londinense de Apsley House, no ha querido desprenderse durante la celebración del bicentenario de la batalla de Waterloo. «Todavía sin estos cuadros, me parece que la exposición va a resultar espectacular», asegura el comisario. Sabiendo que El Prado tiene como norma sagrada prestar un máximo de siete obras para una misma exposición, y que el Louvre no posee ninguna, el haber logrado reunir en París cincuenta que representan casi la mitad de la producción de Diego de Velázquez bien merece el calificativo de proeza.

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