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Woody Allen: "Toma el dinero y corre", la reinvención de la comedia

Esta película fue, hace medio siglo, el primer aviso a navegantes, en forma de falso documental, de que ahí había un genio del cine a punto de explotar.
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Esta película fue, hace medio siglo, el primer aviso a navegantes, en forma de falso documental, de que ahí había un genio del cine a punto de explotar.
Cuando en 1977, Woody Allen presentó «Annie Hall», pocos críticos influyentes esperaban del neoyorquino mucho más que una sucesión de gags cómicos, plagado de obsesiones marca de la casa: el sexo, el judaísmo... Lo que vieron fue una cosa distinta, nueva, que bebía de la filmografía anterior del cómico pero llevaba el humor a una nueva dimensión de hondo calado. Aquellos primeros pespuntes del genio que llegaría a ser Allen hay que buscarlos en un puñado de cintas aparentemente menores pero rabiosamente divertidas, entre las que se encuentra «Toma el dinero y corre», la primera cinta guionizada y dirigida totalmente por Allen, más suya, digamos, que la precedente «Lily, la tigresa». En el año 69 en que salta a las pantallas norteamericanas esta bizarra historia a caballo entre la docu-ficción y el espectáculo monologuista, el neoyorquino llevaba años triunfando en los escenarios de su ciudad predilecta con un nuevo modo de hacer reír sin perder un ápice de exigencia. En «Toma el dinero y corre», Allen ensayó un producto que perfeccionaría con «Zelig», el del falso documental. En este caso, toda la cinta es una descacharrante deconstrucción de un atracador con muy mala estrella, Virgil Starkwell. Todos los que lo conocieron dan su punto de vista sobre un tipo que, esmirriado, sin ninguna capacidad social ni habilidad reconocida, acaba haciendo de un atraco su razón de ser. Parodia de «thriller», sucesión de ingeniosas bromas y fresco, fresquísimo retrato de esos queridísimos «losers» que tanto veríamos en su cine, el salto al cine de Allen no es, si se quiere, una obra maestra, pero fue un aviso a navegantes de que ahí había un tipo con algo más que ingenio para contar las cosas. Estamos ante el Allen de «Bananas», de «Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo pero no se atrevió a preguntar» y «El dormilón», sus tres largometrajes posteriores a este «Toma el dinero y corre» que se estrenó casi de tapadillo en un cine en Nueva York y que, gracias al boca a boca, acabó recaudando más de un millón de dólares y propiciando que la carrera de Allen tuviera continuidad. Dicen que no poco de aquel éxito es debido a Ralph Rosenblum, que pulió en la sala de montaje un producto que le llegó en bruto, absolutamente caótico y al que tuvo que dar coherencia dentro de la locura a la que aspiraba el por entonces treintañero director. Curiosamente, el primer filme de Allen transcurre en Los Ángeles, a diferencia de la mayoría de sus cintas, rodadas y ambientadas en su querida Nueva York. Tras cinco años aventurándose en las peculiares e inclasificables cintas mencionadas arriba, Allen dio un paso más allá con una comedia perfecta en su género, «La última noche de Boris Gruchenko», una parodia de «Guerra y paz» de Tolstoi que es, a la vez, el mejor homenaje a la literatura rusa que imaginarse pueda. La siguiente película sería «Annie Hall», de la que poco podemos decir sin menoscabar su genialidad. A partir de ahí, Allen encuentra su forma, su estilo y su fondo y empieza a dar a luz genialidades, una tras otra. Pero aquel mundo de rabinos, de obsesión con la carne, de culteranismo tomado a la ligera y de ligerezas muy serias, ya estaba desde la primera vez que este monologista de Brooklyn cogió la cámara y corrió hacia un lugar inmortal en el séptimo arte.