Amarcord
Weylandt, un tributo de sangre para la “carrera rosa”
El belga se convirtió hace once años en el cuarto y, hasta el momento, último ciclista muerto durante la disputa del Giro
Además del título de una célebre película de Juan Antonio Bardem, la muerte de un ciclista –aunque sea la de un profesional en plena carrera– es una noticia que se deglute con más o menos naturalidad. Está asumido que circular a cien kilómetros por hora, velocidad que se alcanza en muchos descensos, sin más chasis que la propia osamenta ni más protección de una chichonera convierte al ciclismo en un deporte de riesgo. La caída, para el esforzado de la ruta, es un gaje del oficio. Y la caída con consecuencias graves, una fatalidad que siempre está presente igual que jamás desaparece la cornada del imaginario del torero.
A sus tiernos 26 años, Wouter Weylandt ya estaba bastante bragado en el ciclismo profesional como para ignorar los peligros de lanzarse a toda pastilla ladera abajo. Los descensos así se denominan tópicamente «a tumba abierta» y no es en vano. El corredor belga, a quien su poderoso rodar le valía el mote de «Tranvía de Gante», buscaba su primera victoria en el equipo Trek-Leopard, por el que había fichado tras unos años de éxito en el Quick Step, trece triunfos con muescas en pruebas del World Tour como el Giro, la Vuelta y el Tour del Benelux. En la tercera etapa de la ronda italiana de 2011, todo terminó.
El viaje de Reggio Emilia a Rapallo estaba destinado, tras la contrarreloj inicial y el esprint de la víspera, a las escapadas. Triunfó en meta el maño Ángel Vicioso, enrolado aquel año en el Androni italiano, al imponer su punta de velocidad sobre un grupeto de nueve ciclistas fugados a diez kilómetros de meta, en la subida a la ermita de la Madonna delle Grazie. Media hora antes, el pelotón había pasado por el Passo del Bosco, más una tachuela que un puerto, en cuyo descenso cayó Wouter Weylandt. El belga bajaba nervioso porque había perdido el vagón bueno en la subida, viró en una curva y voló veinte metros hasta estrellarse de cabeza contra el asfalto. Murió en el acto.
Giovanni Tredici, que acababa de atender al primer ciclista fallecido en sus 29 años como médico principal del Giro, declaró que «a los 30 o 40 segundos de la caída, ya estábamos con él. Le atendimos los 45 minutos que ordena el protocolo, pero con el convencimiento de que no podríamos hacer nada por revivirlo. Sufría una fractura frontal del cráneo, con gran pérdida de sangre y también con pérdida de masa cerebral. Había quedado seco del golpe». La etapa del día siguiente, de Quarto dei Mille a Livorno, discurrió neutralizada en señal de luto y el estadounidense Tyler Farrar, su mejor amigo en el pelotón, cruzó la meta el primero. Desde entonces, nadie porta en el Giro el dorsal 108, el que llevaba Wouter Weylandt cuando se cayó.
Weylandt fue la primera víctima mortal del Giro desde 1986, la cuarta en total. El primero había sido el italiano Orfeo Ponsin, que se estampó contra un árbol (1952) y el más reciente era su compatriota Emilio Ravasio, quien se levantó y llegó a la meta tras caer en la primera etapa pero falleció a las pocas horas víctima de una hemorragia cerebral. Entre ambos, el cántabro Juan Manuel Santisteban murió camino de Acireale, en Sicilia, tras golpearse con el quitamiedos de la carretera.
Español como Santisteban fue Paco Cepeda, el primero de los tres ciclistas muertos durante el Tour de Francia. El vizcaíno de Sopuerta se despeñó por un precipicio alpino, en la bajada del Galibier (1935), y abrió la lista negra de una carrera que también segó la vida del británico Tom Simpson, víctima de un infarto en las rampas del Mont Ventoux (1967), y el italiano Fabio Casartelli, campeón olímpico en Barcelona 92 y que perdió la vida tres años después, al golpearse en la cabeza con un pretil en el descenso de un «col» pirenaico. La Vuelta a España es la única de las tres grandes rondas ciclistas que no se ha cobrado ninguna vida. Que siga así por muchos años.
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