Trabajo

No acabemos con la flexibilidad salarial

Derogar (total o parcialmente) la reforma laboral para regresar al marco previo a 2012 jamás fue una buena idea. Hacerlo en medio de la actual crisis es un pauperizador despropósito»

Funcionamiento de concesionarios y talleres en la fase 1 en Euskadi
Una mujer abre un coche aparcado en el interior de uno de los concesionarios reabiertos en la Fase 1 de desescalada, tras el cierre temporal causado por la pandemia del coronavirus. Los concesionarios y compraventas, de todo tipo de vehículos (turismos, industriales, autocaravanas, motos y ciclomotores, sean nuevos o usados), pueden atender con cita previa desde el día 18 de mayo y lo hacen con medidas higiénicas como mascarilla y guantes. En Vitoria-Gasteiz, Álava, Euskadi (España) a 22 de mayo de 2020.22 MAYO 2020;CONCESIONARIO;NUEVAS MEDIDAS;COVID19;CORONAVIRUS;Iñaki Berasaluce / Europa Press22/05/2020Iñaki BerasaluceEuropa Press

La reforma laboral de 2012 fue un cambio legislativo imprescindible para frenar la sangría de desempleo que estaba experimentando la economía española en aquellos años. Recordemos que entre 2008 y 2011 hubo 2,6 millones de españoles que perdieron su puesto de trabajo. O, por expresarlo en términos de desocupados, la tasa de paro se incrementó desde el 8,57% al 22,56%.

Cualquier persona con dos dedos de frente debería haber reconocido que algo estaba funcionando extraordinariamente mal en el mercado laboral español. El PIB patrio no se hundió mucho más que el de otras economías europeas y, sin embargo, sí fuimos –con mucha diferencia– campeones de la destrucción de empleo. De hecho, cualquier persona con dos dedos de frente debería haber reconocido que algo estaba funcionando extremadamente mal en el mercado laboral español desde hacía décadas. Entre 1980 y 2011, la tasa de paro media de nuestra economía fue del 16,5% y, en sólo tres de los más de 30 años que transcurrieron durante ese período, conseguimos ubicarnos por debajo del 10%.

¿Qué era eso que estaba funcionando tan sumamente mal en nuestro mercado laboral? Pues, en esencia, la rigidez salarial. En cualquier economía funcional, los salarios han de poder ajustarse a la productividad de los trabajadores. Si los salarios se ubican muy por encima de la riqueza que esos trabajadores generan dentro de su centro de trabajo, entonces terminarán engrosando las cifras de desempleados. En las crisis, la productividad de muchos de esos trabajadores se desploma. No por causas que les sean imputables a ellos, sino porque toda la economía se viene abajo (el valor de los productos que fabrican se desmorona por diversas circunstancias que no procede desarrollar ahora). Si, en ese contexto, no facilitamos que los salarios se ajusten a la nueva productividad, el paro masivo hará su aparición.

Y la legislación laboral española hasta 2012 no permitía –o al menos no facilitaba– que los salarios se ajustaran a la realidad económica. El sueldo de la mayoría de trabajadores era determinado mediante unos convenios colectivos que eran negociados a una escala funcional muy extensa (todo un sector de actividad) y que, además, no caducaban con el paso del tiempo (disfrutaban de la llamada «ultraactividad» de los convenios). La implicación de esta configuración legislativa era que, por ejemplo, un convenio colectivo pactado en 2007 –en plena burbuja inmobiliaria– para el conjunto de restaurantes madrileños podía obligar en 2009 –en plena debacle– a todos esos negocios de restauración –con independencia de cuál fuera su casuística particular– a aumentar los salarios en los términos convenidos en 2007. ¿Resultado? Destrucción de empleo en aquellos restaurantes que no pudieran resistir semejante subida salarial.

En 2012, por suerte, las cosas cambiaron. Primero, la reforma laboral otorgó prevalencia al convenio de empresa sobre el convenio sectorial o sobre el convenio provincial. Eso significaba que las condiciones laborales pactadas in situ por los representantes de los trabajadores y por los representantes de los empresarios dentro de un centro de trabajo se aplicaban con preferencia a las condiciones laborales que hubiesen pactado los sindicatos y las patronales nacionales para todo un sector económico general (de modo que las condiciones laborales tendían a adaptarse a la realidad de cada empresa y no a las creencias de unos agentes sociales desligados de la realidad).

Segundo, se permitió que las pymes –que por su tamaño específico no suelen tener capacidad para negociar un convenio de empresa– se pudieran descolgar de los convenios sectoriales o provinciales bajo determinadas circunstancias (y, de ese modo, sus relaciones laborales pasaban a regirse merced a los contratos individuales con sus trabajadores).

Y, por último, se suprimió la ultraactividad de los convenios, de manera que la negociación colectiva no se extendía temporalmente más allá del plazo acordado entre las partes.

Semejante flexibilidad salarial –resultado de estos tres cambios anteriores– permitió que la economía española capeara con resultados razonables la recesión de 2012-2013 y que volviera a crear empleo con intensidad una vez alcanzada la recuperación. Tan es así que, de acuerdo con el trabajo realizado por Doménech, García y Ullosa (2016), la reforma laboral evitó la destrucción de un millón de empleos a partir de 2012. Asimismo, si esta reforma se hubiese aprobado en 2007, y no en 2012, podríamos haber salvado de la destrucción a 1,9 millones de empleos entre 2008 y 2011. O expresado de otra forma: de haber contado con la reforma laboral desde un comienzo, la máxima tasa de paro que habría alcanzado España durante la crisis 2007-2013 habría sido del 18,7%. En ausencia plena de reforma laboral, ésta se habría disparado hasta el 31,2%.

Pues bien, después de haber observado los muy positivos resultados que tuvo la reforma laboral de 2012, PSOE, Podemos y Bildu han pactado su derogación integral. Es verdad que el PSOE, ya sea por torpeza inicial o más probablemente por presiones posteriores de la vicepresidenta económica Nadia Calviño, ha terminado medio rectificando su primer planteamiento y regresando a su mensaje electoral de que pretenden derogar «las partes más lesivas de la reforma laboral».

Pero no nos engañemos: dejando de lado que Pedro Sánchez podría estar nuevamente mintiendo a los ciudadanos cuando nos dice que no va a buscar la derogación íntegra de la reforma laboral, las partes que en cualquier caso sí pretende abrogar son lo suficientemente importantes como para generarles un enorme perjuicio a los españoles. En particular, el dirigente socialista pretende cargarse la prevalencia del convenio de empresa sobre el sectorial o el geográfico y, a su vez, restablecer la ultraactividad de los convenios. Es decir, pretende que desaparezcan dos de los elementos clave para mantener la flexibilidad salarial en España.

En definitiva, derogar (total o parcialmente) la reforma laboral para regresar al marco legislativo previo al año 2012 jamás fue una buena idea. Hacerlo en medio de la actual crisis económica, en unos momentos en los que necesitamos de una muy alta flexibilidad salarial, es un pauperizador despropósito.