Consumo
El día en que comer nos costó un 18% más
Aunque su nacimiento fue antes, el 1 de enero de 2002 todas las contabilidades debían hacerse ya con la moneda europea.
Aunque su nacimiento fue antes, el 1 de enero de 2002 todas las contabilidades debían hacerse ya con la moneda europea.
- Lo que pasó con la rubia fue un cese de la convivencia, que es el eufemismo que usa la gente bien para decir adiós a secas. Un cese obligado e irrevocable que nos liberaba del deber de fidelidad, lo que permitió que, durante un tiempo, euros y pesetas habitaran bajo un mismo techo, pero pernoctando en billeteras separadas. Quienes regentaban los poderes económicos decidieron que había que europeizarse, pero antes nos dejaron ir tomando distancia física y emocional con la vieja moneda. La mayoría de los ciudadanos recibió el euro con cierto desconcierto. Pagaba en pesetas y recibía el cambio en euros. Siempre quedaba algo de calderilla en los bolsillos, calderilla que hoy suma 273.039,4 millones de pesetas. En euros, 1.641 millones. La relación con la peseta se había enquistado en nuestro ADN y la idea de perderla nos provocaba un vacío inquietante y un torrente de preguntas. ¿Cómo encajaríamos la pérdida? Echábamos cuentas, pero costaba hacerse una idea del nuevo valor de las cosas. Comparábamos, calculábamos el trabajo que nos costaba conseguirlas, pero la rubia seguía presente en cualquier transacción. El miedo a perder el control de nuestra economía nos llevó en algún momento a atrincherarnos en una actitud de gasto cero.
Los García, una familia televisiva de plastilina, irrumpían en «prime time» para sosegar los ánimos hablándonos de las ventajas de la nueva divisa. «Los precios no cambian, cambia la moneda», repetían. La llegada de la nueva moneda se suponía que no supondría una rebaja el poder adquisitivo de los españoles, porque los sueldos continuarían siendo los mismos.
Al júbilo de los García le siguió el desencanto de la gente corriente. El euro no cundía. En un solo año, la cesta de la compra era ya un 18% más cara. Nadie creyó –usando el lenguaje de la época– que fueran a darnos duros a cuatro pesetas, pero tampoco se esperaba una subida tan brutal de los precios. En 2016, la cesta de la compra ya se había encarecido un 58% por encima del crecimiento de los salarios. La picaresca del redondeo hizo que cualquier cosa, por insignificante que fuera, pasase a costar un euro. Inconscientemente, dimos al euro el valor psicológico de una moneda de 100 pesetas.
El 1 de enero de 2002 todas las contabilidades debían hacerse ya en moneda europea. Se rompía definitivamente la vida en común y nos fuimos de compras con el euro. Nos sentíamos europeos. Aún no conocíamos el tacto ni el color de los nuevos billetes y nos asustaba que pudieran engañarnos. El Banco de España emitió una triple recomendación: tocar, girar, mirar. El tacto debía de ser firme y áspero. Sus hologramas se apreciaban al girar el billete y, visto al trasluz, debían distinguirse la banda iridiscente, la marca de agua y el hilo de seguridad. Había otra consigna: no alimentar la obsesión por la ex. Nos costó. Andábamos el día entero a vueltas con la peseta. 6 euros, mil pesetas. 30 euros, 5.000 pesetas. La vida cambió. Los aparcamientos y zonas reguladas tuvieron que adaptarse, igual que todos los aparatos que funcionaban con la introducción de monedas, como los carros de la compra, las máquinas expendedoras o los teléfonos públicos. Las tragaperras se transformaron en tragaeuros.
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