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Muere Miguel Boyer

El hombre que huía de la chaqueta de pana

Boyer nunca se movía por capricho y su política no era fácilmente asimilable para una parte de la izquierda

La expropiación. Boyer, acompañado de su equipo del ministerio, en la rueda de prensa en la que anunció la expropiación de Rumasa
La expropiación. Boyer, acompañado de su equipo del ministerio, en la rueda de prensa en la que anunció la expropiación de Rumasalarazon

Ha muerto el «superministro» del primer Gobierno de Felipe González, que se esforzó en poner orden y liberalizar la economía española con no pequeñas resistencias internas. Miguel Boyer, físico y economista, tenía todas las credenciales. Había demostrado de sobra su competencia en materia económica y aportaba sus inequívocas credenciales en la lucha antifranquista. Hasta había pasado por la cárcel de Carabanchel. Pertenecía a una familia de la burguesía madrileña que había perdido la guerra. Él mismo había nacido, al final de la guerra, en el exilio de San Juan de Luz (Francia), donde su padre estaba internado en un campo de concentración. Y su abuelo, Miguel Salvador, llegó a estar condenado a muerte por Franco, de la que le libró in extremis Serrano Súñer. Así que Boyer llegó en 1982 a un puesto clave del primer Gobierno socialista desde la República, con plenos poderes como ministro de Economía, Hacienda y Comercio, aportando todos los salvoconductos de izquierda que exigían los ideólogos del partido. Podía presumir de que no era un advenedizo como tantos otros.

Pronto, sin embargo, surgieron los recelos. Presumía entonces de socialdemócrata, pero su comportamiento encajaba más en el perfil de un político liberal, ligeramente progresista. En realidad, Miguel Boyer no fue nunca un corredor de piñón fijo. Inteligente, brillante y extraordinariamente culto, huía de dogmatismos y de encasillamientos sectarios. Por eso su trayectoria pública se parece a un constante zigzagueo. Poco antes de sufrir el primer zarpazo de la enfermedad, que le dejó maltrecho, denunció: «La política de hoy es más de ataques que de ideas». Él sufrió esto en propia carne en su etapa de «superministro» con Felipe González. Todo el mundo recuerda hoy, como punto caliente, casi pintoresco, de su necrológica la expropiación de Rumasa –para muchos, una confiscación–, con la grotesca imagen de José María Ruiz Mateos persiguiéndole, disfrazado de Superman, y advirtiéndole a la cara mientras extendía hacia él la mano: «¡Que te pego, leche!». La expropiación de Rumasa fue una demostración de poder y una advertencia al mundo de los negocios. El «superministro» Boyer adquirió con esto momentáneamente el respeto de la izquierda. Pero este respeto y veneración duraron poco. Sus tendencias liberalizadoras –contrato temporal, actualización de alquileres, liberalización de horarios comerciales y, sobre todo, reforma de las pensiones– generaron inquietud en el mundo autodenominado progresista y dieron pie al divorcio de la UGT de Nicolás Redondo con el Gobierno socialista de Felipe González, algo impensable unos años antes. Su estricta política monetaria para controlar la inflación no era fácilmente asimilable por una izquierda que venía del monte con chaqueta de pana de guarda forestal. Fue creciendo en el Gobierno la tensión entre Alfonso Guerra y Miguel Boyer, éste respaldado sólo por Solchaga y Almunia. Llegó un momento en que Boyer exigió al presidente González una vicepresidencia económica para poder actuar con mayor autonomía. Guerra se opuso y Felipe se plegó a la voluntad de su número dos. Entonces Miguel Boyer adujo que estaba cansado y dimitió. Corría el año 1985. Felipe González se sintió desamparado. Dicen que incluso deprimido. Y no se le ocurrió mejor idea que embarcarse en el «Azor», el yate de Franco, y perderse en el mar para superar el trance. El dimitido «superministro» hizo algunas declaraciones elogiosas de Felipe y fue nombrado presidente del Banco Exterior, antes de pasar definitivamente a la empresa privada. Con los años cambió en esto de opinión y presentó a Felipe como un hombre cargado de resentimiento, mientras mejoraban sus relaciones con Alfonso Guerra. Un día Guerra le envió un libro con la siguiente dedicatoria: «A Miguel Boyer, cíclope de la economía española». Y Boyer le contestó: «Con lo de cíclope, ¿quieres llamarme gigante o tuerto?».

Era un hombre de vaivenes, con robusta preparación y una fuerte personalidad. No se movía por capricho, sino por convicción. Sus opiniones, fruto casi siempre de una seria reflexión y cargadas con frecuencia de ironía, no estuvieron nunca libres de polémica. En los años 90 rompió el carné del PSOE, que poseía desde su juventud universitaria, y se inclinó por la política económica del Partido Popular y el giro de Aznar al centro. Su divorcio y la boda con Isabel Preysler hizo que pasara de las páginas salmón de los periódicos a las páginas de la prensa rosa. La noticia de su nueva mansión con catorce cuartos de baño acabó por desacreditarle en los círculos de la izquierda clásica. Por si fuera poco, entró en FAES, la fundación ideológica de la derecha. Sin embargo, la implicación del presidente Aznar en la guerra de Irak, a cuya invasión se opuso públicamente, le alejó de su lado. Y, cuando llegó la crisis económica, no tuvo inconveniente en aconsejar a Zapatero, aunque fuera sin entusiasmo. El círculo de su trayectoria no llegó a cerrarse. Se ha muerto convencido de la baja calidad de la política actual y de que el PSOE, su viejo partido, se ha metido en un buen lío por «las derivas del federalismo». Ha muerto, en todo caso, un político valioso que actuó por convicción. Pero hace tiempo que su mundo no era ya de este reino.