Opinión

Populismo fiscal que lleva al rescate

Una sociedad que se precie, como la española, debería alejar de sí a esos demagogos de la izquierda que ofertan el reparto de la miseria bajo conceptos elevados de protección social»

Poco cabe esperar, a efectos de la recuperación económica, de un Gobierno como el que preside Pedro Sánchez, en el que sus dos almas políticas compiten en populismo fiscal, con propuestas dispares, pero no por ello menos perjudiciales para el futuro de los españoles. Con todo, lo más grave no es la competición disparatada en busca de nuevos ingresos fiscales, sino la falta que denota de un proyecto económico serio, reflexionado y, sobre todo, basado en la tremenda realidad que vive España –con un déficit fiscal previsto para este año del 10,9 por ciento del PIB, es decir, unos 120.000 millones de euros en el mejor de los casos–, cuyo tejido productivo no podría sobrevivir bajo esas viejas recetas de la izquierda que se resumen en el «que paguen los ricos».

Es, precisamente, en las situaciones de emergencia social cuando más debería una sociedad que se precie alejar de sí a esos demagogos que ofertan el reparto de la miseria bajo conceptos elevados de protección social. Ni los subsidios personales pueden sustituir a los ingresos de un salario bien ganado ni, a la postre, significan otra cosa que la condena a la precariedad vital de millones de personas. Pero no. Porque, si bien, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, y el líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, difirieron en los ingredientes de la pócima mágica fiscal, ambos coincidieron en el mismo objetivo de incrementar la presión impositiva a los sectores sociales que más tributos pagan, incluso, reconociendo, como en el caso de la propuesta de Iglesias, que los supuestos nuevos ingresos apenas significarían nada en el enorme agujero que la pandemia ha abierto a la hacienda pública, a menos, claro, que el impuesto a las «grandes fortunas», que sustituiría al de Patrimonio, se acabara por repercutir al conjunto de las clases medias. Sin embargo, peor, por sus efectos nocivos, parece la intención expresada por la ministra Montero de operar sobre el impuesto de sociedades, con un tipo mínimo del 15 por ciento y retirada de las desgravaciones, que toca directamente a un sector empresarial que, en buena parte, ni siquiera puede garantizar la continuidad de su actividad en el inmediato futuro.

Hablamos, además, de un sector que ya aporta el 47 por ciento de la contribución fiscal, por encima de la media de las empresas europeas, que es del 39,3 por ciento, y que lidia con unos impuestos al trabajo cuatro puntos superiores a la media de los países de la OCDE. O dicho de otra forma: el mundo del trabajo en España ya está fiscalmente explotado a conciencia. Dado que de los otros yacimientos clásicos, como el IRPF y el IVA, no puede esperarse mucho más en un escenario de caída del empleo y, por lo tanto, del consumo interno, incluso suprimiendo el tipo reducido, por el abanico de los ingresos públicos se acorta dramáticamente.

Por supuesto, no negamos la gravedad de la situación a la que se enfrenta el Gobierno de coalición social populista y nada nos haría más felices que la gestión de la crisis terminara con un éxito rotundo gubernamental. Desafortunadamente, Sánchez nos ofrece las recetas condicionadas por la misma ideología que han fracasado siempre. Porque la solución no puede venir de un estado con un gasto público elefantiasico, en el que, dicho sea de paso, crecen como champiñones ministerios, direcciones generales y asesores, sino de la reactivación del tejido productivo, con incentivos a la inversión, la productividad y la mejora del mercado laboral. Aún así, no será fácil y España tendrá que contar con la ayuda del resto de sus socios europeos, que siempre, conviene no olvidarlo, estará condicionada a la reconducción paulatina del déficit público y al saneamiento de la deuda. La otra opción es, ya se sabe, el rescate por parte de Bruselas.