Editoriales

El FMI aboca a España al hundimiento

Todas las instituciones financieras internacionales coinciden en la gravedad del momento que atraviesa España sin que la coalición de izquierdas que nos gobierna tenga otro plan que elevar la presión fiscal e incrementar la deuda pública»

Primera sesión de control al Gobierno tras el estado de alarma
Pablo IglesiasJavi Martínez / PoolJavi Martínez / Pool

El Fondo Monetario Internacional (FMI) proyecta para España una caída del PIB del 12,8 por ciento en 2020, un golpe económico mayor que el que sufrió Estados Unidos en la Gran Depresión. Según las mismas estimaciones, el déficit público superará el 13,9 por ciento del PIB y la tasa de desempleo puede llegar hasta el 30 por ciento. Son unas cifras demoledoras que sitúan a España en la cabeza del deterioro económico de las 18 grandes potencias analizadas. Con un problema añadido, que la recuperación para 2021 va a ser más lenta de lo que establecían las primeras previsiones, ya que el PIB apenas crecerá un 6 por ciento. Aunque el FMI también advierte de un hundimiento similar de las economías de Italia y Francia, recalca que nuestro país sufrirá más porque dispone de menos margen fiscal y su tejido productivo está muy ligado a la industria del Turismo y al sector exportador, lo que en un escenario de contracción del comercio mundial y de caída general del consumo estrecha los márgenes de actuación.

Con ligeras variaciones, todas las instituciones financieras internacionales, amén del Banco de España y la AIREF, coinciden en la gravedad del momento económico que atraviesa España sin que, al parecer, la coalición de izquierdas que nos gobierna tenga más perspectivas que una problemática ayuda europea, que llegará, sin duda, pero con condiciones, y el despliegue de un supuesto «escudo social», que se pretende pagar elevando la presión fiscal e incrementando la deuda de las administraciones públicas. Es decir, un programa de presupuestos expansivos, con mayor intervención pública, como recomendaba ayer el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a sus homólogos iberoamericanos, que, por sus conocidos efectos, nos llama a la melancolía.

Con todo, lo peor no es que la respuesta a la emergencia económica y social que ha provocado la pandemia esté equivocada o parta de una deficiente interpretación de la realidad. No. Lo peor es que detrás de esas políticas subyace la vieja ideología de la izquierda marxista y su concepción clientelar de las relaciones económicas, pero, claro está, sin los instrumentos estatalizadores de los medios de producción –no en vano estamos en la Unión Europea y debemos cumplir sus reglas de competencia y libertad de mercados– con los que construir ese ideal autárquico. Al final, lloraremos las oportunidades perdidas, el no haber empleado los años de crecimiento para seguir reduciendo el déficit público y modernizar nuestras infraestructuras productivas. Pero, sobre todo, deploraremos que las servidumbres políticas de un Gobierno abocado al equilibrismo parlamentario, sin más argamasa que una a sus socios que el rechazo a todo lo que suponen «las derechas», así, en despectivo genérico, que representan a más de medio país, haya impedido el gran acuerdo de Estado que necesitaba la sociedad española para afrontar la tragedia. Porque, los hechos son tozudos, el actual presidente del Gobierno lo que ha exigido a la oposición es un cierre de filas acrítico, en el que no han faltado las acusaciones más graves, comenzando por la de traición. Así, nada o casi nada saldrá en limpio de una Comisión de Reconstrucción que ha sido un trasunto del maniqueísmo reinante en las Cámaras.

Y, sin embargo, como ya ocurrió en la crisis de 2008, la dura realidad acabará por imponer sus condiciones y sus prioridades. Porque sólo desde el fortalecimiento del tejido productivo, con el apoyo a unas empresas privadas que, cuando han podido seguir trabajando, han demostrado su capacidad y eficacia en medio de lo peor de la pandemia, España podrá salir reforzada de esta emergencia. Y, por supuesto, el camino no pasa por la expansión del gasto público, sino por la inversión productiva, que, precisamente, es lo que Europa quiere que se haga con su dinero.