Editorial

Regreso al pasado en la educación especial

Terapia de desarrollo y aprendizaje en piscina llamado "Poseidon", de la Fundación San José en el colegio para personas con necesidades especiales
Terapia de desarrollo y aprendizaje en piscina llamado "Poseidon", de la Fundación San José en el colegio para personas con necesidades especialesJesús G. FeriaLa Razon

Uno de los aspectos más controvertidos de ese delirio ideológico y liberticida llamado Ley Celaá es el abordaje y la regulación de la educación especial. Hablamos de un colectivo de casi 40.000 alumnos en los aproximadamente 500 centros que se dedican a formar y atender todas las especificidades inherentes a las circunstancias de estos niños y niñas y facilitar el mejor encaje social y las más eficaces herramientas y conocimientos con las singularidades precisas. En realidad, se los identifica como especiales, porque son en buena medida aquello que distingue a las sociedades dignas, civilizadas y éticamente sobresalientes como son las que brindan a los conciudadanos con otras capacidades y a sus familias las mejores oportunidades y los medios para materializarlas. Son todos ellos, alumnos, familias y los profesionales que han volcado su esfuerzo y vocación en este ámbito imprescindible, un ejemplo para una nación y sus gobernantes que deberían honrar su tributo y entrega. La Ley Celaá ha quebrado ese principio general indiscutido e indiscutible, que creíamos fuera de todo debate y lucha partidista. El ataque contra ese espacio diferente, pero particularmente admirable, se ha sustanciado en la disposición adicional cuarta del proyecto de la peor ministra de Educación de la democracia, que establece que «el Gobierno, en colaboración con las administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años (...), los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad». El Ejecutivo explica que ese objetivo se corresponde con «el artículo 24.2.e) de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas» y cumple «el cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030». Y que, por supuesto, nada refiere la norma sobre el cierre de los colegios de educación especial, sino más bien todo lo contrario. La calculada ambigüedad que exhala toda la norma socialcomunista es la carcasa grimosa que maquilla la desfachatez y la aberración. Claro que la meta es acabar con esos centros, en una suerte de lenta agonía, una eutanasia a plazos que los vacíe hasta transformalos en pura tramoya. Si el propósito no fuera tal perfidia, habría sido tan sencillo como suprimir esa disposición. Esta Ley es de facto una condena a miles de alumnos al servicio de un concepto vago de la inclusión que los señala como objetos educativos y no como personas, que se los embarca en un medio hostil, ajeno a la tranquilidad emocional y a la seguridad que demandan para establecer vínculos seguros con los que crecer. Todo eso que aportan los centros especiales, que cubren y facilitan su derecho a ser personas con el máximo grado de independencia posible. Es una causa noble por la que merece la pena luchar contra una izquierda que no asume que los derechos fundamentales están por encima de sus obsesiones ideológicas y que los hijos son de sus padres y no del Estado.