Editorial

Con el populismo no se sostienen las pensiones

Con las previsiones de los demógrafos en la mano, los distintos gobiernos de Europa, con independencia de su adscripción ideológica, han ido adaptando progresivamente sus modelos de jubilación

Manifestantes sostienen un cartel que muestra al presidente francés Emmanuel Macron y en el que se lee "No al plan de jubilación de Macron, 60 años para todos"
Manifestantes sostienen un cartel que muestra al presidente francés Emmanuel Macron y en el que se lee "No al plan de jubilación de Macron, 60 años para todos"Christophe EnaAgencia AP

A comienzos del siglo XXI, el 15 por ciento de la población francesa tenía más de 65 años. Apenas veinte años después, ese porcentaje se había elevado hasta el 21 por ciento y la esperanza de vida se situaba en los 82,3 años. El proceso de envejecimiento de Francia, con una natalidad que cubre a duras penas la tasa de reposición, sigue las mismas pautas que la mayoría de las sociedades europeas. La inmigración, ciertamente, amortigua el problema, pero no es suficiente.

Con las previsiones de los demógrafos en la mano, los distintos gobiernos de Europa, con independencia de su adscripción ideológica, han ido adaptando progresivamente sus modelos de jubilación a esta inevitable realidad, basándose en dos premisas: prolongar la edad de jubilación más allá de los 65 años e incrementar por encima de los 40 años trabajados el cómputo para percibir la pensión completa. Sin ir más lejos, en España, la edad de retiro será de 67 años en 2027 y, por supuesto, habrá que acreditar una vida laboral más larga.

Francia, con un sistema de pensiones muy complejo y lleno de excepciones y privilegios entre algunos trabajadores del sector público, como los ferrocarriles o la producción de energía, se había convertido, con su jubilación a los 62 años, en excepción a todas luces insostenible en el medio plazo. Desde hace dos décadas se venía advirtiendo de la necesidad de un ajuste a la baja de las condiciones de jubilación, pero todos aquellos gobiernos, incluso, el primero de Emmanuel Macron, que lo intentaron se vieron desbordados por las protestas de los sindicatos y el rechazo de buena parte de la población, con especial virulencia por unos trabajadores públicos que consideran como derechos adquiridos lo que no son más que privilegios obtenidos en los años de vino y rosas del pasado siglo.

Arriesga mucho políticamente el presidente galo en su segundo intento de poner algo de sensatez a un sistema que hace agua y que no sólo amenaza el equilibrio de las pensiones, sino al estado de bienestar en su conjunto. La prueba es que ha tenido que recurrir a la excepcionalidad del artículo 49.3 de la Constitución francesa para sacar adelante su proyecto de ley, pasando por encima del Parlamento. La calle está alborotada, se suceden las convocatorias de nuevas huelgas en los servicios públicos fundamentales y se han presentado dos mociones de censura, para las que la oposición carece de los respaldos necesarios.

Pero Macron tiene una ventaja que no es posible desdeñar. Tiene por delante cuatro años de ejercicio al frente de la república, con lo que no está, como en el caso del Gobierno de España y su reforma de las pensiones, urgido por la contienda electoral. Y, a menos que el estallido social sea incontrolable, podrá consolidar su proyecto. Porque la única certeza es que con la demagogia populista no se pagan las pensiones.