Buenos Aires
El gran negocio del COI
Después de sucesivas denuncias, de compras y ventas de votos, el desaparecido Juan Antonio Samaranch hizo una criba para desterrar a los corruptos de la asamblea del COI. ¿Lo consiguió? Ésa es la pregunta que muchos españoles se planteaban ayer, tras comprobar que la candidatura de Madrid había sido eliminada en la primera vuelta. Desilusión indescriptible. Ya no es suficiente con cumplir las normas, los requisitos, seguir las reglas, montar un proyecto tan bueno o mejor que el de los demás.
Nada es suficiente para el COI. ¿Ha vuelto a pudrirse, a corromperse, a venderse? ¿Ha podido más el yen que la miseria del euro español? Sobre el papel, sí. Y no cabe más conclusión que ésta: el olimpismo es un negocio, inmenso negocio, sin alma, que abre heridas que tardan en cicatrizar después de exponer a los aspirantes a albergar unos Juegos a un desaire moral difícil de explicar y a una ruina ostensible por ejecutar inversiones perfectamente prescindibles. Y puede que no sea el caso de Madrid.
La candidatura de Tokio es consistente, fiable, pero no mucho más que lo era el 23 de mayo de 2012, cuando Madrid le aventajó en el corte 8.09 a 8.02. ¿Quién entiende por tanto al COI? El viernes, el presidente de una federación española estaba con la mosca detrás de la oreja y vertía cubos de agua sobre quienes auguraban un triunfo español en la votación final de Buenos Aires. «Que no, que manda más el dinero y nosotros no lo tenemos. Hemos jugado el partido con lo imprescindible, al límite, mientras Tokio y Estambul han alardeado de su músculo económico. Contra eso es difícil luchar. ¿Cómo evitar que una candidatura que maneja miles de millones de dólares no engrase "la maquinaria"?. Un milloncito por aquí, otro por allá, sin salir de la habitación del hotel».
Esto no es una prueba, sólo el sentimiento de quienes piensan que en el COI la vida sigue y que cualquier interés económico está muy por encima del deporte. Sería un libelo afirmar que los miembros del COI, algunos, se venden. No hay pruebas de ello y es algo casi imposible de probar. Lo indudable es que priman otras cuestiones. Por ejemplo, Madrid podría haber manejado el presupuesto de Tokio y Estambul juntas y los dos franceses no la habrían votado. París quiere los Juegos en 2024 –Berlín también apostará fuerte– y, si ganaba Madrid, se le cerraban las puertas. Esto es lícito, lo incomprensible es el barrido de la primera vuelta, en la que apenas se llegó a empatar con Estambul, a años luz de Tokio. ¿Qué ha hecho Madrid para merecer un castigo tan cruel? Competir contra tanques con matamoscas. Y las cosas bien hechas. Huelgan reproches.
La voluntad de los «103 hombres justos del COI» está por encima de corazones, sentimientos, proyectos, calificaciones favorables e incluso éxitos multitudinarios y deportivos a todos los niveles. Están en la cima del mundo, y algunos son asequibles, sí, que se pueden comprar. Tony Blair, en Singapur 2005, repartió prebendas en especie por los cuatro puntos cardinales. «¿Qué necesita? ¿Un campo de fútbol? Aquí lo tiene, sin problemas». Algunos por sacar de la miseria a sus compatriotas y otros, por escapar de la suya, o porque simplemente les puede la avaricia, inclinan su voto hacia donde les resulta más beneficioso. Es humano.
Lo inhumano es el juego que se trae el COI con los Juegos Olímpicos. Todavía se asombran de que diera los de invierno a Sochi, que gastará el triple de lo presupuestado inicialmente. Todavía no se entiende lo de Río de Janeiro, una aventura de final incierto. Tampoco se entendería la eliminación prematura de Madrid si no supiéramos con quién nos jugamos los cuartos. Es la realidad. Triste pero palpable.
Perfil de Jacques Rogge / Presidente del COI
El señor de los anillos, en la puerta de salida
Los medios anglosajones fueron enemigos declarados de Samaranch, no todos, algunos, y hubo quien escribió una novela que no dejaba en buen lugar al directivo español: «El señor de los anillos». En ella le culpaban de todos los males del olimpismo, de que los miembros del COI se vendían por un plato de lentejas, pero no le reconocían sus ingentes obras y que rescatara al movimiento olímpico casi de la miseria. El 16 de julio de 2001 le sucedió su delfín, el cirujano ortopédico belga Jacques Rogge (71 años). No tardó éste en emprender la reforma de la asamblea, pero sólo para rodearse de fieles seguidores que si, él se lo pedía, podían arrojarse a un pozo. Son muchas las prebendas. Así, Río de Janeiro ganó unos Juegos, los de 2016, contra viento y marea, con promesas difíciles de cumplir y un becerro de oro por bandera que, a tres años del reto, no parece suficiente para desterrar los fantasmas de un fracaso programado. Con unos Juegos en Río, Rogge pensó que pasaría a la posteridad siendo el primer presidente del CIO que llevara unos Juegos a Suramérica. Movió hilos, escuchó a Lula, influyó, se dejó mecer por la riqueza de un país emergente y dejó con un palmo de narices a Obama en Copenhague.
Sus decisiones no son arbitrarias sino fruto de un poder inmenso. Se le cuadran jefes de Estado y en los estadios, en las ceremonias inaugurales, nadie es más que él, un señor de los anillos que no ha erradicado las corruptelas ni los intereses bastardos entre los de su gremio y que manda sobre 205 países. La Tierra es suya. Y los Juegos, también. Por eso propone, y cuando lo hace los demás se cuadran. El boxeo femenino desapareció del ring en Londres. No dudó en «cepillarse» a los ídolos griegos Kenteris y Thanou en los Juegos de Atenas 2004.
Con los más poderosos, sin embargo, camina con pies de plomo. Estados Unidos y sus deportistas son un mundo aparte. En cualquier caso, pasado mañana agota su mandato. Ha sido el octavo presidente del COI.
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