Elecciones municipales
Pablo Casado, con madera de héroe
En una noche de infarto, contra todos los sondeos, Pablo Casado logra salvar los muebles y resistir como un campeón en Madrid, la gran joya de la corona. Es la suya una victoria hercúlea, casi con madera de héroe. Han pasado solo diez meses y esto, en política, no es nada. En el entorno de Casado recuerdan aquel mes de julio de 2018 en que fue elegido líder del PP. El único presidente del partido en primarias, con el voto de las bases, frente a todos sus antecesores. Un Congreso inédito que encumbró a este joven castellano al frente de la derecha española. Cierto es que no ganó las elecciones generales, pero tampoco lo hicieron a la primera Aznar y Rajoy. Entonces, en sus aspiraciones, muy pocos creyeron en ellos y el tiempo les condujo después a una mayoría absoluta. «Nadie puede pedir ahora milagros», dice un alto mando de la era Casado. Visto lo visto, si se ha producido el milagro bajo el ocaso del bipartidismo y la fragmentación del voto de centro-derecha. En el «núcleo duro» del «casadismo» lanzan sus dardos: Albert Rivera, trece años en Ciudadanos y cuatro elecciones perdidas. Santiago Abascal, cinco en Vox y ni una ganada. De justicia es el aviso. Contra viento y marea, Pablo Casado frena el «tsunami» rojo en muchos puntos de España, sigue siendo la primera fuerza del centro-derecha y zanja de un plumazo el «sorpasso» de Ciudadanos. Objetivo cumplido. A lo largo de treinta años, el PP ha saboreado las mieles del gobierno, ha tenido los dos mejores presidentes de la democracia y ha sufrido, como nadie, durísimos ataques. En aquel Congreso y su última Convención, Pablo Casado presentó un partido robusto, con gran implantación territorial y un liderazgo incuestionable. Después de Aznar y Rajoy, emergía un dirigente joven y valiente. Pablo era el tercer hombre sin complejos. Para liderar el PP se necesitaba un hombre rocoso como el granito, valiente como un guerrero y sin ataduras del pasado. La era Casado comenzaba su andadura entre las dentelladas de una izquierda cainita, unos medios de comunicación adversos y un centro-derecha en profunda división. «A Pablo le tocó bailar con la más fea», advierte uno de sus colaboradores, tras la herencia de la corrupción, la presencia de un PSOE radical, rehén del nacionalismo, y la amenaza de Ciudadanos y Vox sobre la casa común del centro-derecha. Pablo Casado se rodeó de un núcleo de aguerridos fieles y desterró todo vestigio del «marianismo». Su jugada sorpresiva de lograr el gobierno en Andalucía, arrebatando al socialismo su bastión más histórico, apaciguó cualquier disidencia interna. Pero llegó la hora de las listas a las elecciones generales y borró de ellas a todos los afines a su anterior rival, Soraya Sáenz de Santamaría. Lo mismo hizo el 26-M, dejó fuera de juego a veteranos con experiencia y escogió a otros más novatos que, en palabras de los críticos, eran un grupo de amiguetes. Los malos resultados del 28-A sacaron las espadas, el malestar era patente y Casado dijo tomar nota. Acusado de excesivo «aznarismo» intentó un giro al centro, dado que Cs pisaba los talones. Pablo se jugaba seguir siendo la segunda fuerza y, por tanto, el líder del primer partido de la oposición. Ahora se ha visto que acertó con sabiduría y las aguas, con la miel en vez de hiel, vuelven a su cauce. El destino se escribe a veces con renglones fijos, y una vez más, Sevilla tuvo que ser. Si Aznar, sobre las cenizas de Manuel Fraga, hizo allí la primera refundación del PP, Pablo Casado se aferró al espejismo andaluz y lució los galones de un triunfo histórico: gobernar en Andalucía, arrebatar a la izquierda su tradicional cortijo. Pero tras la debacle del 28-A necesitaba mantener feudos emblemáticos como Madrid. El diamante en bruto, el estandarte durante casi treinta años de la brillante gestión del PP. Una vez más, por un puñado de votos, la aritmética se impone. Como una calculadora envenenada, la suma es necesaria. Pablo lo sabía y se dejó la piel en apoyar a sus dos candidatos estrella, Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez Almeida. Este último dio toda una lección en su debate televisivo hacia el Ayuntamiento de la capital. Aznar logró embridar un partido bronco, indisciplinado y centrar la rancia derecha española. Rajoy, mucho más técnico, logró sacar a España de su mayor crisis económica, de un erial dejado por Zapatero. Pablo, el tercer hombre, tenía ante sí enormes retos, bajo la amenaza de una izquierda y un Pedro Sánchez capaz de todo para mantener su poltrona. Con una ciudadanía desmoralizada, escéptica y desconfiada ante el comportamiento de dirigentes políticos de cualquier signo. La lacra de la corrupción y el desafecto cansó a los españoles. Pablo se esforzó por sacarles de ese letargo, endurecido en la oposición y consciente de su tarea. La derecha española siempre ha sido cainita y se despedaza al perder el poder. Aznar y Rajoy siempre proclamaron tener a su lado a los mejores, pero algunos les salieron rana. Ahora, el propio Casado, tomó nota en sus últimos mensajes que le han funcionado. Comienza ahora la fiebre de los pactos y los populares tienen la obligación de mirar al frente, olvidar furtivas conspiraciones y arropar al líder. Si se hace bien, se demuestra que frente a la división del centro-derecha, nadie buscará fuera del PP lo que pueda encontrar dentro. Casado ha cumplido la máxima de Santa Teresa, su anterior ciudad electoral: la paciencia todo lo alcanza.
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