El análisis
Todos quieren el mundo mejor
No provocar infiernos a nuestros congéneres es la intención inexcusable que debe animar cualquier política
Si algo se echa de menos en los fundamentos de la actual dialéctica política española es el argumento de la buena fe. Por supuesto, todos dejamos ya hace años la infancia y sabemos que la política, vista desde dentro, está lejos de significar un simple debate seráfico de ideas y más bien puede ser, en muchos casos, una maquinaria trituradora de personas y colectivos. Ahora bien, para encarar con unas mínimas garantías de acercamiento cualquier controversia, habría que partir siempre de la base de que el adversario defiende sus ideas porque sinceramente cree (acertada o equivocadamente) que aplicándolas las cosas serán más positivas.
En la sociedad actual, en la que están de moda de manera constante las distopías y los mensajes apocalípticos, estamos arrinconando ese cimiento imprescindible para entablar cualquier debate político. Lo común es estigmatizar al adversario, como si fuera el príncipe de las tinieblas y su advenimiento supusiera el fin de la civilización y el mundo que conocemos.
Luego resulta que, por encima de esos relatos tendentes al cataclismo, sobrevuela una realidad cotidiana en la que los semáforos siguen funcionando, nadie niega ya la necesidad de la educación y el cultivo del saber y hay una idea general en las sociedades avanzadas de que un mejor reparto de la riqueza genera sociedades más estables. Efectivamente, hay discrepancias (grandes, pero analizables) sobre cuál sería la manera más practicable de hacer mejor ese reparto. La gran mayoría de españoles no ven a su discrepante vecino de acera como íncubo al que hay que exterminar, sino, todo lo más, les parece un cerril que presenta dificultades para absorber las ideas de las que le queremos convencer.
Lo más curioso es que si intentas contravenir esa retórica drástica de estigmatización política –recordando simplemente las cosas que siguen funcionando con tranquilidad– eres señalado. Un ejemplo son todas las estrategias de discusión que está rodeando estos días los pactos de PP y Vox. Uno tiene la sensación de asistir a una escenificación de hipocondrías que arrincona las verdaderas preguntas centrales sustituyéndolas por temas accesorios.
Las verdaderas preguntas son: ¿pagará en las urnas el PP sus pactos con Vox? ¿será Vox quien asilvestre al PP o este quien domestique a la extrema derecha? Las onomásticas de «extrema derecha» o «ultraizquierda» se escancian a borbotones en todos los mensajes, sin apercibirse que muchos, por edad, presenciamos a la extrema izquierda y la ultraderecha de la Transición. Aquellos señores sí que daban mucho miedo. Mataban y bien miraban la violencia como herramienta política. No estaba contemplado pagarles con la misma moneda y eliminarlos, aunque estuvieran hundiendo el barco. Así que había que domesticarlos y se consiguió. Y no se consiguió con cordones sanitarios ni proclamas de superioridad moral, sino con la acción decidida y sacrificada de Policía y jueces: los mecanismos institucionales de defensa de todos. Recordar en voz alta hechos recientes tan comprobables desencadena sobre cualquiera rápidamente la acusación de «blanquear» a los radicales, sean de derecha o de izquierda. ¿Acaso no se puede hablar de ello?
No creo al Leibniz que aseguraba que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Pero tampoco opino que estemos en el peor. Si nos fijamos bien, que no tengamos ni lo mejor ni lo peor, es el resultado simétrico, lógico, de una idea realista y benéfica: la de que la democracia es el sistema menos malo, hallado tras siglos de pruebas, para que unos humanos ejerzan su dominio sobre otros.
Del mismo modo que no es razonable satanizar al adversario, tampoco es recomendable santificar la buena fe. Necesitará ser el punto de partida primordial de las controversias, pero nunca debemos olvidar que los peores campos de concentración y exterminio se edificaron casi siempre sobre proyectos que –supuestamente– exigían tal cosa para mejorar la humanidad.
He ahí, después de la buena fe de partida, la lucidez necesaria para saber que de buenas intenciones está el infierno empedrado. No provocar infiernos a nuestros congéneres es la intención inexcusable que debe animar cualquier política. En nuestra perecedera biología natural ya encontramos suficientes hades esperando al ser humano, como para añadir artificiales llevados de nuestros delirios de mejora de las sociedades humanas.
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