Coronavirus

La revolución de las cacerolas crece

La extensión del estado de alarma, la amenaza de más protestas como la de Núñez de Balboa y el peligro sanitario de éstas abren para Moncloa un frente inédito: el del orden público

Conforme el país se adentra en su tercer mes bajo el estado de alarma y los fallecidos por la crisis sanitaria –sólo los confirmados oficialmente– se acercan cada día un poco más a la frontera de los 30.000, lo que sucede en una calle del corazón de Madrid se ha colado como eje de la refriega política y de los ataques que se entrecruzan Gobierno y oposición. Lo que para unos no es más que un síntoma del malestar de la ciudadanía con la gestión de la epidemia ejecutada por la coalición PSOE-Podemos, para otros es una evidente muestra de irresponsabilidad, de quebrantamiento de las medidas de excepción vigentes además de un riesgo para la contención de nuevos contagios.

Nunca antes los dos kilómetros de la calle Núñez de Balboa, que es uno de los ejes que cruza de norte a sur el distrito –que no barrio– de Salamanca en la capital, habían acaparado el foco mediático como lo han hecho en esta última semana. Lo han posibilitado las concentraciones que cada día, a eso de las nueve de la noche, sacuden el habitual silencio del vecindario. Entre gritos de «libertad» y exigencias de dimisión al Gobierno, la cita ha ido sumando cada noche a más personas pertrechadas de banderas españolas, pancartas en demanda de test masivos, cacerolas e, incluso, alguna escoba con la que golpear señales de tráfico. El éxito de la convocatoria ha llevado a la Delegación del Gobierno a activar –desde ayer mismo– un importante despliegue policial con el objetivo de que se «mantenga la distancia social» y no se produzcan «aglomeraciones». Esta respuesta de Moncloa, obligatoriamente medida entre dos necesidades, la de hacer cumplir la ley y la de no «sobreactuar», sitúa al Gobierno en un escenario nuevo. Las protestas –el inevitable temor a su extensión, en una suerte de «15M de las cacerolas»–, el objetivo de prorrogar un mes más el estado de alarma y la conjugación de todo ello con la urgencia de contener los contagios abren un frente que Sánchez no había manejado aún en esta crisis: el del mantenimiento del orden en las calles.

¿Debe primar el derecho a manifestarse que tienen estos vecinos o las limitaciones a la movilidad y a la concentración de personas impuestas por el Gobierno hace más de 60 días? Al responder a esta pregunta se da la paradoja de que aquellos que minimizaron el impacto que tuvieron las concentraciones del 8-M en la extensión del virus –con 120.000 personas sólo en la marcha de Madrid–, ahora sitúan en la cacerolada de algunos centenares de vecinos el epicentro de un eventual rebrote. Empezando por el propio Gobierno. «Las manifestaciones en barrios ricos de Madrid no respetan las limitaciones derivadas del debido distanciamiento social, pero lo más preocupante no es esto. Lo peor es que siembran la discordia, justo cuando deberíamos estar más unidos. No aprendemos», aseguró ayer el ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes. Desde Unidas Podemos, su portavoz en el Congreso, Pablo Echenique, avivó este fuego al asegurar que «por muy ridículas que sean las “manifestaciones” de la clase alta, golpeando señales de tráfico con palos de golf y cucharas de plata, la cosa es seria», ya que, a su juicio, lo que esconden las cacerolas del distrito de Salamanca no es más que la constatación de que «una minoría privilegiada» busca «saltarse las normas y ponernos en peligro a todos».

Y es que ninguno de los dirigentes de izquierdas que han cargado con dureza en estos días contra los manifestantes han querido pasar por alto la oportunidad que les brindaba el hecho de que esta protesta haya brotado en dos barrios –el de Recoletos y el de Goya– con una media de rentas altas y con una orientación de voto muy mayoritariamente de centro derecha. La tentación de estereotipar a estos ciudadanos era demasiado jugosa como para detenerse a analizar el fondo de sus protestas. Unos «pijos» para Gabriel Rufián, una «little Venezuela» para el diputado de Bildu Oskar Matute, unos «cacerologolfistas» para Sol Sánchez, portavoz de Izquierda Unida en Madrid. Como si las caceroladas no llevasen sonando puntuales cada noche en muchos distritos de la capital, desde feudos tradicionales del PP como Retiro y Fuencarral, a enclaves, como Ciudad Lineal o Tetuán, en los que se impuso Manuela Carmena hace ahora un año. O como si la concentración de Núñez de Balboa fuera una solitaria excepción y no se hubieran producido escenas parecidas en otros puntos del mapa de la ciudad como Pinar de Chamartín, Aravaca o Chamberí.

Desde el PP y Vox han salido en defensa de estas concentraciones, siempre que en ellas se respeten las medidas orientadas a contener el virus. Según la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, el Gobierno «está aprovechando la mayor crisis que ha vivido la historia reciente para imponer un mando único dictatorial» y avanzó nuevas y más multitudinarias protestas a medida que se vayan levantando las limitaciones a la movilidad: «Esperen a que la gente salga a la calle porque lo de Núñez de Balboa les va a parecer una broma». Iván Espinosa de los Monteros, número tres de Vox, animó ayer a que la gente exprese en las calles su malestar con la gestión de la epidemia al tiempo que afeó al Gobierno que envíe a la Policía Nacional con el fin de de «amedrentar» a los manifestantes: «Si la gente quiere salir a su balcón o a la calle tranquila y pacíficamente tiene su derecho».

El alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, reconoció, por su parte, que «a pesar del desgaste» y de «las ganas de protestar contra el Gobierno» que existen, en estas concentraciones han de cumplirse escrupulosamente las medidas de seguridad, ya que, en su opinión, estas concentraciones pueden llegar a ser «tan irresponsables como cualquier otro incumplimiento del estado de alarma, ya sean fiestas, botellones, no cumplir la distancia social o saltarse los horarios». De lo contrario, «las Fuerzas de Seguridad tendrán que actuar».