Julio Valdeón

12 de octubre, Fiesta Nacional

El rey Felipe VI durante el acto solemne de homenaje a la bandera nacional y desfile militar en el Día de la Hispanidad
El rey Felipe VI durante el acto solemne de homenaje a la bandera nacional y desfile militar en el Día de la HispanidadEduardo ParraEuropa Press

12 de octubre, Fiesta Nacional. «V Centenario», cantaban Los Fabulosos Cadillacs en 1993, «no hay nada que festejar/ Latinoamericano descorazonado/ hijo bastardo de colonias asesinas/ Cinco siglos no son para fiesta/ Celebrando la matanza al indigena». Gran canción. Gran letra. Pero sólo si entiendes que aquello que carbura delante del micrófono, a guitarrazo limpio, no vale como alternativa a las ciencias sociales y su descripción e interpretación de la historia. Miente la poesía y mienten los boleros. El problema no es del cantante, sino de los oyentes. No del poeta sino de los lectores incapaces de discernir entre el panfleto de unos musicazos como Vicentico, Aníbal Rigozzi y Flavio Cianciarulo y una realidad más compleja y ambigua, luminosa y sombría, que lo que puedan contar baladas tan torrenciales, bellísimas y embusteras como el «Cortez the Killer» de mi adorado Neil Young.

12 de octubre, Fiesta Nacional. Es muy posible, como escribió el escritor y diplomático Juan Claudio de Ramón, que siendo meritorio celebrar algo que incumbe a muchos, no sólo a nosotros, acaso deberíamos de añadir otros festejos. Qué tal el 19 de marzo, aniversario de la promulgación de la Constitución de Cádiz. O el 6 de diciembre, cuando «España quedó configurada como una nación cívica, reconciliada con su pluralismo político y cultural». Y cómo no iba dejar un reguero de dolor y sangre, viudas, viudos y huérfanos, el súbito contacto, necesariamente brutal, entre dos planisferios, dos épocas, dos cosmovisiones. Cómo no iba a supurar un gravamen de muertos el alunizaje de unos exploradores, clérigos, marinos, labriegos y conquistadores, con su bagaje de virus, en una población inmunológicamente inerme ante patógenos de allende los mares, que bailaron sobre las olas como barbados centauros. Cómo no iba a provocar cataclismos el imprevisto, impensado choque entre el neolítico de unos, o casi, y el Renacimiento, la colisión del panteísmo y el monoteísmo, el topetazo entre Quetzalcoatl emplumado y la Escuela de Salamanca, o entre los sacrificios humanos en la cima de las pirámides y la teoría de que los indígenas podían ser doblegados y encadenados frente a la tesis, finalmente ganadora, de que en tanto que seres racionales los pobladores originales de América merecían idéntico estatuto que los súbditos de Aragón y Castilla.

12 de octubre y no hay nada que aplaudir porque las masacres no merecen brindis. Pero también hay mucho que festejar, pues las bibliotecas y las universidades, la defensa de la dignidad de los indígenas y el mestizaje, la expansión de una koiné y el desembarco y exportación de mil y una innovaciones, merecen honrarse. La expansión del perímetro de lo humano, el hermanamiento de millones de seres que vivían ajenos, la consolidación de un mundo conectado, no debe ser objeto de verbenas acríticas. Pero sí de estudio y deferencia, consolidación e investigación, y de homenaje, cómo no, de homenaje.

Las gestas, aunque resulten problemáticas, aunque nos incomoden por lo que tienen de espinosas, por sus claroscuros y su resistencia a subsumirse en un teletipo de galletita china, no pueden despacharse con cuatro proclamas, dos tuits y tres panfletos. A mí, como al gran Juan Claudio, como al bueno de Brassens, los desfiles militares me dejan indiferente. Aunque entienda y defienda la necesidad de celebrar a nuestras Fuerzas Armadas. Garantes, entre otras cosas importantes, de la unidad nacional de esa criatura a la que llamamos España y que, por decirlo con Fernando Savater, no es sino el nombre de la implantación territorial e institucional de los derechos de los ciudadanos españoles. Casi nada. Igual que el 12 de octubre tuvo lugar uno de los grandes seísmos culturales históricos y hasta biológicos desde que el Homo Sapiens, mono desnudo, camina erguido sobre la Tierra. Silenciar lo sucedido a partir de 1492, o asumir que podemos juzgar con arreglo a los códigos morales contemporáneos a unos tipos que vivieron hace cinco siglos, o confundir la historia con pliego de cargos, o entender cómo reveladas las muy biliosas tesis de los relatos antiespañoles y antihispanos, lejos de contribuir al esclarecimiento del pasado, sólo sirve para ensuciarlo, enmarañado de sesgos, tópicos, calumnias y bulos. Los que llegaron en las carabelas, los que venían enfermos de hambre, pobreza y escorbuto, soldados de fortuna, jugadores de ruleta sobre las aguas, no fueron a sorber la sangre del indio. No repartieron mantas contaminadas de viruela ni ofrecieron recompensas por recolectar cabezas. Tampoco buscaban poner en marcha el paraíso en la Tierra. No fueron arcángeles, ni demonios. O sí, fueron santos y fueron pecadores. Humanos, fieramente humanos, que atravesaron el océano. Viajaron al altiplano. Cruzaron el Amazonas. Trajeron el tomate, la patata y el tabaco. Llevaron la rueda, el Humanismo, la imprenta.

Mataron y evangelizaron, hicieron libros, pusieron en pie catedrales y ciudades, conventos y carreteras, expandieron un idioma que hoy hablan cientos de millones y follaron sin atención al repugnante racismo que sí distinguió a los colonos que llegaron al norte. Cambiaron el orbe. Merecen que tratemos su historia, y la de los pueblos precolombinos, con la cautela cognitiva y el respeto intelectual, por ellos y por nosotros mismos, propios de unos adultos no (des)alfabetizados por las teorías posmodernas.