Ceuta

Así viven los inmigrantes ilegales: «No quería hacer daño, sólo entrar»

Laye saltó la valla de Ceuta el jueves. Ahora, deambula por un CETI desbordado y sólo pide un trabajo

Un grupo de inmigrantes aguarda en las cercanías del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, totalmente colapsado tras el asalto del pasado jueves
Un grupo de inmigrantes aguarda en las cercanías del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, totalmente colapsado tras el asalto del pasado jueveslarazon

Laye saltó la valla de Ceuta el jueves. Ahora, deambula por un CETI desbordado y sólo pide un trabajo

Dos realidades enfrentadas en la frontera ceutí. La ciudad autónoma, desbordada tras la masiva y violenta llegada de inmigrantes del jueves, se ha convertido en un polvorín. LA RAZÓN habla con los principales protagonistas de ambos bandos. Los migrantes aseguran que sólo quieren cumplir el sueño de encontrar un empleo para enviar dinero a sus países. Mientras, los agentes que protegen el punto caliente en el que se ha convertido la valla denuncian el «desamparo» en el que viven y critican que aún no haya una alternativa a las concertinas que les garantice seguridad.

Laye sigue dolorido después de saltar la valla de Ceuta. Por suerte, no se rompió ningún hueso ni se desgarró demasiado la piel. No sabe qué va a ser de él, pero no puede esconder una sonrisilla llena de esperanza. Partió de Guinea Conakry hace cinco meses, dejó a su familia con el corazón encogido y partió en busca de un futuro. «Lo hice por ellos», dice en francés, mientras recorre las inmediaciones del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI). Han pasado 55 horas desde que llegó, pero ya está pensando en su futuro más inmediato. «Me gustaría encontrar trabajo, ganar dinero y darle todo a mis hijos. Sólo puedo agradecer a España lo que está haciendo por mí».

Junto a él, pasan algunos de los compañeros que también alcanzaron el «sueño europeo». Muchos ya han conseguido su tarjeta de identificación, pero los trámites se han ralentizado y aún queda por tramitar una buena parte de ellas. Pasean con la ilusión de quien ha llegado a la meta, saludan con fervor a los ceutíes que se bañan en la playa de Calamocarro y suben con euforia la cuesta a su nueva casa. «Somos muchos, pero nos han organizado bien», asegura a LA RAZÓN, instantes antes de ir a comer. Son casi 14:00 y el tumulto comienza a ser visible en el CETI.

Por el momento, alojan a unas 1.200 personas, más del doble de su capacidad. Esta saturación ha obligado a reubicar a 200 en las tiendas de campaña instaladas en el Centro Ecuestre, a escasos metros. Las camas se reparten por todos lados. Cualquier sitio es bueno para ellos, si con eso pueden proseguir esta aventura. Aunque, eso sí, conscientes de que tendrán que esperar para llegar a la Península. Allí también están desbordados por la oleada de pateras.

En la ciudad se respira con calma. No ha habido altercados y su presencia no incomoda a los ciudadanos. En el centro, es difícil encontrarse con alguno de ellos. La mayoría se concentra en las afueras y el puerto. Lo sorprendente es que su intención no es subirse como puedan al próximo barco, sino quedarse y formarse para salir lo más preparados posible. «Lo primero es aprender español», ríe Laye, que ya practica algunas palabras: «Hola. Gracias. Adiós». Sus colegas de litera más veteranos ya han aprendido el idioma y ganan algo de dinero. «Eso nos motiva mucho». Unos cuidan coches, otros ayudan a señoras con la compra. Poco a poco, acumulan algunos euros que emplean en comprar ropa y enviar ayuda a su país de origen. «Algún día me volveré a reunir con ellos y seremos felices», asegura rotundamente este guineano que prefiere no hacerse fotos. «La fama no es para mí», bromea. Prefiere mantenerse en el anonimato por lo que pueda pasar. Para él, lo más importante es su familia y por eso lucha.

A punto de entrar, le preguntamos sobre lo que pasó la noche del 26 de julio y sobre el uso de cal viva y otros elementos para espantar a la Guardia Civil del perímetro fronterizo, pero prefiere no abordar el tema. «Nunca quisimos hacer daño a nadie, solo entrar», dice antes de despedirse entre los vítores de sus compañeros. A partir de ahora, podrán salir y entrar cuando quieran, tendrán clases de español y recibirán atención psicológica. Isabel Brasero, portavoz de Cruz Roja en Ceuta, destaca principalmente estos tres pilares en su proceso de adaptación. «En caso de aviso, nosotros actuamos casi de inmediato. Les ayudamos, les curamos y les damos comida. En el CETI les enseñamos el idioma y les preparamos. Nuestro objetivo es que, cuando abandonen la ciudad, puedan valerse por sí mismos».

Mientras, los «caballas» –como se conoce popularmente a los vecinos de Ceuta– seguirán dejando huella en ellos. «Suleiman me cuida el coche como ningún otro. Es educado y atento. No me fío de nadie más que de él», cuenta José, un vecino del barrio de Benzú. «No vienen para asustarnos ni para hacernos daño. Necesitan ayuda», explica Ana, que de vez en cuando les da comida o una propina. Y así la mayoría de residentes. «Lo peor no son ellos, sino las mafias que les explotan, que les pegan y les prometen cosas que no existen», sostiene Ahmed, dueño de un ultramarinos cercano al centro. «Es una pena que les hagan eso. Ellos son los verdaderos delincuentes. Contra ellos sí que habría que ir».