El desafío independentista
Carles Puigdemont, líder de una secta
Han pasado dos años desde que Carles Puigdemont reside en Waterloo acompañado de un grupo de fieles que viven ajenos a la realidad, pero aupado por una legión de fieles que lo idolatran tratándolo siempre como el MHP –Muy Honorable Presidente–, el trato formal que tienen los presidentes de la Generalitat. Esta idolatría traspasa los límites del apoyo político, convirtiendo la ideología de Puigdemont en una suerte de fe, de religión, en la que todo aquel que la niegue es tratado de traidor o miserable. Puigdemont ya no es un líder político, es el líder de una secta en el que sólo pintan los aduladores y los que siguen a pies juntillas sus consignas.
Han pasado dos años y Puigdemont nota en su propia piel que algo está cambiando en Cataluña. Prometió la independencia, la internacionalización del conflicto y torcer el brazo al Estado español que dibuja como una dictadura que sojuzga a sus ciudadanos. No ha conseguido nada de eso. Y es más, los independentistas empiezan a mirar de reojo al que fuera el ídolo de la revolución de las sonrisas. La independencia no llega, por mucho que se empeñe el mundo no ve en España una dictadura como Turquía –la comparación habitual usada en sus apariciones públicas– y su apoyo internacional se limita a los sectores más radicales, ultraderecha incluida, en Europa o Estados Unidos.
Han pasado dos años, y el fugado a Bélgica ya no es el referente. ERC ha marcado su propia hoja de ruta, con nuevos líderes al frente del partido para hacer frente a la inhabilitación de los que fueron la mano que meció la cuna en 2017. La CUP sigue jaleándolo porque para la extrema izquierda anticapitalista y antisistema, ha encontrado en la derecha radical catalana, la burguesía de toda la vida, un aliado para sus propios fines. Los anarcoindependentistas no persiguen tanto la independencia, que también, sino la debilitación y la destrucción del Estado. Aquí Puigdemont se ha convertido en su referente, justo antes de enviarlo a la papelera de la historia como ya le sucedió a Artur Mas.
Han pasado dos años y Puigdemont sigue abogando por la confrontación. Se agarra a la tensión contra el Estado Español para evitar convertirse en un cero a la izquierda. Si la política catalana entrara en una senda de diálogo, por el que abogan socialistas, comunes y los republicanos de Junqueras, su papel sería puramente testimonial. Por eso, atiza la confrontación, con sus aliados de la extrema izquierda, enarbolando la bandera de los sentimientos, de los más bajos instintos, relegando a la razón al rincón de pensar.
Han pasado dos años en los que el presidente fugado en el maletero de su coche ayudado por algunos Mossos d’Esquadra ya se ha quedado hasta sin escolta, que le ha quitado la Consejería de Interior, dirigida por sus propios seguidores. La procesión de seguidores, lazo amarillo en ristre, continua en la mansión de Waterloo, bautizada como sede del Consell de la República, una utopía inexistente en el que sólo creen los que tienen los ojos, y el cerebro, nublados por una sarta de mentiras que aunadas configuran la columna vertebral de la nueva religión del nacionalismo catalán más irredento.
Han pasado dos años y Puigdemont ha perdido una visión real de Cataluña. La pasada semana, el incrito Toni Comín, su acompañante y vividor profesional, pedía a los catalanes que ejercieran la desobediencia e iniciaran una huelga general. Lo dice quién en su vida no ha dado un palo al agua y que ha vivido, bien vivido, a la sombra de su apellido que llevó con orgullo su padre, el dirigente comunista Alfonso Carlos Comín. Nadie apoyó la nueva majadería. Ni tan siquiera la consejera de Empresa de la Generalitat. Puigdemont, dos días después, saltó al cuello de Josep Sánchez Llibre, presidente de la gran patronal catalana, por pedir acatar la sentencia, mesura en la respuesta y abrir caminos de entendimiento para solucionar el conflicto que tiene atenazado e inservible al gobierno catalán. Su argumento, peregrino. Dijo Puigdemont que Fomento fue cómplice de la fuga de empresas que afectó gravemente a la economía catalana. O sea, que hace dos años la fuga de empresas no incidió en la economía catalana y fue sólo una algarada del Estado, según cacareó a diestro y siniestro, y ahora es un desastre. Y acusa a Sánchez Llibre, que hace dos años no era presidente de Fomento.
Quizás Puigdemont debería ponerse al día, aunque ponerse al día es tanto como reconocer que su papel en la política catalana es residual, como lo es el de su formación que elección tras elección pierde apoyos.
Han pasado dos años y el líder no es más que una entelequia. Necesita de la algarada callejera para lograr una represión que justifique sus acciones. Se resiste a diluirse como un azucarillo azuzando un lenguaje inflamado que tenga respuesta inmediata desde el otro lado. Puigdemont añora un gobierno español dirigido por sus homólogos del otro lado, que también usen un lenguaje inflamado para justificar su razón de ser.
Han pasado dos años y la casa sin barrer. El adalid de la tierra prometida sigue viviendo su sueño en su sofá de Waterloo, mientras sus seguidores van camino de la frustración, de la impotencia, y el país transita por la senda del precipicio. Mientras, don Carles Puigdemont sigue creyéndose el redentor. Es lo que tiene la religión, se cree en posesión de la única verdad.
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