Congreso de los Diputados
La capilla ardiente de Manuel Marín se instala en el Congreso
El ex presidente del Congreso de los Diputados y uno de los artífices de la entrada de España en la Unión Europea fallece a los 68 años tras haber abandonado la política en 2008
El ex presidente del Congreso de los Diputados y uno de los artífices de la entrada de España en la Unión Europea fallece a los 68 años tras haber abandonado la política en 2008. La capilla ardiente se instala hoy en el Congreso.
El día que abandonó la Presidencia del Congreso tropecé con él en el callejón que separa el Hemiciclo de las oficinas parlamentarias, a pie y sin escoltas, y no me dio tiempo ni a saludarle porque de inmediato me espetó: «Yo ya no soy de este mundo», entre místico y desdeñoso. Su prolongado apartamiento de la política en la Fundación Iberdrola no se debió a eso que eufemística y tontamente llamamos «una larga y penosa enfermedad» sino a que creyó cumplido en una legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero todo lo que tenía que hacer, y, sobre todo, aquello que unos y otros le dejaron hacer, ya que nunca se consideró un político profesional de los de las Juventudes a la Capilla Ardiente. Es el único presidente de la Cámara Baja que no luce retrato de galería, encargándose una simple fotografía, más barata y menos pomposa. Lo que fue es uno de nuestros más distinguidos europeístas y un vocacional del Derecho Comunitario: doctor en Derecho por la Complutense, Derecho Comunitario en Nancy y Altos Estudios Europeos en Brujas. Había estudiado la sala de máquinas de la Unión Europea antes que el socialismo y se afilió al PSOE en 1977 y en Bélgica. Felipe González no tenía otro para secretario de Estado para Europa y es tanto lo que se le debe por nuestra incorporación al club que en aquellos tiempos dormía en su despacho. No sólo era un jurisperito anclado en su rama sino un gran práctico, gustoso de la utilidad y alejado de la teatralidad hoy triunfante: modernizó el Congreso ampliándolo y dotándole de la necesaria parafernalia electrónica; fue el padre del Erasmus, contra la formidable oposición de Francia y Reino Unido, dio turnos en lengua vernácula a quienes la tuvieran y sufrió entre broncas indecibles a los «jabalíes» jaques que precedieron a un tal Rufián. Era un humanista de los que no toleran la falta de rigor y seriedad, buscó la difícil imparcialidad del cargo y supo distanciarse de algunos infantilismos del presidente Zapatero.
Baloncestista, usó e impuso las señas del «base» para señalar el voto de los suyos que no siempre lo fueron por completo. Vicepresidente de la Comisión Europea, la simultaneó con la titularidad de multitud de comisiones, donde encontró su hora mejor.
Su temprana muerte ha sido clemente con él porque le hubiera horrorizado la política española –que abandonó en 2008–de hoy, su zafiedad, su postureo de cómicos de la legua y la mentira como sistema. No podía ser de otra manera en un docto servidor de los Estados Europeos en procura de una Constitución y un Gobierno común. Una utopía, sí, pero no tanta como la reforma del Congreso de los Diputados para racionalizarlo, agilizarlo y evitar el circo, que no logró al no ser apoyado ni por los suyos.
Este áspero imprescindible deja esposa y dos hijos y entra en su querida discreción de «ya no ser de este mundo». La capilla ardiente del expresidente del Congreso de los Diputados se instalará este martes en la Cámara Baja.
Descanse en paz.
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