El desafío independentista
Mentiras emocionantes
Cataluña vive actualmente en el mismo escenario de búsqueda de enemigos para señalarlos, aislarlos y posteriormente eliminarlos que tanto atemorizó al País Vasco. Los radicales se mueven en una falsedad inoculada que a lo largo de la historia ha generado los mayores desastres
Cataluña vive actualmente en el mismo escenario de búsqueda de enemigos para señalarlos, aislarlos y posteriormente eliminarlos que tanto atemorizó al País Vasco. Los radicales se mueven en una falsedad inoculada que a lo largo de la historia ha generado los mayores desastres.
Parece innegable que la realidad que hemos vivido los españoles en los últimos cuarenta años ha sido cualquier cosa menos aburrida. Las emociones, de la esperanza al miedo, han estado presentes en lo cotidiano de una sociedad que iba a ajustándose a un cambio radical.
Como en las familias, puede que los pasos que van dando las sociedades democráticas occidentales modernas tiendan a la búsqueda de una estabilidad de perfil bajo, a un estado de paz social o aburrimiento institucional que, no exento de problemas, nos acerque a los modelos idílicos escandinavos donde los ciudadanos parecen esquivar los grandes sobresaltos ganándose no ser molestados a cambio de no molestar. Las emociones, de puertas adentro. Uno siempre puede adornar su vida con viajes, maratones, practicando alguna disciplina artística, etc... Buscando experiencias excitantes o gratificantes incluso haciendo algo por los demás, por esos otros más desfavorecidos que siempre los tenemos no tan lejos.
Algo vírico atravesó la sociedad en la que nací. No le vamos a poner fecha a cuándo ni cómo comenzó a extenderse, el caso es que un potente microorganismo para el que es difícil estar prevenido, empezó a afectarnos de manera sorprendente. Si algo se ha repetido de la comunidad vasca es su condición de sociedad enferma. Naturalmente no todos adolecemos de lo mismo ni la gravedad se reparte por igual, pero ninguno hemos podido evitar respirar ese aire viciado que ha depositado en nuestro interior diversas cantidades de elementos nocivos. Un aire enfermizo del que ha sido muy difícil vacunarse.
Un extraño catálogo de evanescentes emociones se fue acomodando en cada vez más mentes hasta que trastocó lo que parecía más básico: alguien comenzó a matar. Países inventados, sociedades perfectas lideradas por un pueblo soberano valiente y autosuficiente, una alborotada fascinación por el pasado, las fronteras, la identidad perdida, la melancolía... Ingredientes para el diseño de ciudadanos defectuosos política y humanamente, (eso sí, socialmente normales, buena gente) con mentes inmersas en un mar de raras emociones que han eclipsado de tal manera su percepción de la realidad, pasada y presente, que ya resulta muy difícil separar ésta de aquellas. Recuerdos agitados en la misma probeta con lisérgicos sueños de poder se convierten en una especie de bola informe en la que resulta imposible saber qué es lo real, lo lógico o qué pertenece a «lo que alguien les contó».
Con esto convivimos desde hace tantísimos años en el País Vasco y aún hoy puedo asegurar (atención) que no nos hemos quitado de encima este desasosegante síndrome: pervive en estado durmiente.
Pero no puedo evitar deprimirme (o desesperarme o indignarme) por la incomprensible aparición en forma de plaga de este virus en Cataluña. Esa explosión de incontenible emocionalidad con cuarenta grados de fiebre.
Ya sé que esto viene de lejos, que era de esperar y que algunas cosas se hicieron muy mal, pero es que a los que hemos estado atentos a lo tremendamente horrible que fue ocurriendo a nuestro alrededor en el País Vasco en los años de violencia, ese estado de cosas nos reaviva los peores recuerdos.
Vimos cómo la enfermedad de las emociones hace que los hechos no importen en innumerables tomas de decisiones que no hacen sino empeorar las cosas, conducirlas hacia el borde del precipicio.
El triunfo catártico de la emoción, la desbordante ilusión producida por la constatación de que otros piensan y desean lo mismo que uno, con la misma fuerza y contra el mismo enemigo, es la droga dura que a ojos de la historia ha generado los mayores desastres.
La excitante búsqueda de enemigos, la satisfacción de señalarlos, aislarlos y la alegría de eliminarlos tan presente en la vida de los vascos reaparece en tierras catalanas. Es curioso como cosas así nos parece que ocurren por primera vez. La historia está plagada de situaciones parecidas que con frecuencia olvidamos, pero el hombre, mitad ángel, mitad demonio, es el mismo.
En mi tierra, esas emocionantes falsedades inoculadas en un grupo social no pequeño pero minoritario, costaron la vida real a muchos inocentes. Inocentes enemigos, daños colaterales de la contestación justa a una gran afrenta imaginada descrita en, como mucho, un par de líneas. El sufrimiento inmemorial de un Pueblo da paso al resurgir de una comunión de voluntades histórica, encaminada a contestar al invasor como se merece por tantos y tantos años de opresión. Si hay que matar, alguno lo hará.
La vida real frente a lo emocionante. Aldous Huxley lo anunció: «Una verdad que no interesa puede ser eclipsada por una falsedad emocionante».
La memoria pasa de ser compartida, real e histórica, a algo que se escribe antes de que ocurra o se rediseña por el Pueblo adaptándose a las conveniencias presentes para que encaje con los propósitos de esos gobernantes gurús con modales apocalípticos. La materia de la memoria ya no es la verdad sino ingredientes sucedáneos con caducidad variable que se pudren de pura falsedad.
La razón, desactivada en estos tiempos y en lugares tan nuestros, parece ahora un cacharro inservible para el progreso pero debe ser la herramienta imprescindible para reinaugurar una convivencia entre iguales.
Ahora que el destino en Cataluña es una lotería diaria, que los sueños de muchos van de cómo organizar la siguiente protesta al futuro idílico que les han prometido, sin estación intermedia, convendría rememorar los peores tiempos del País Vasco, aprender de los consentimientos que hicieron tanto mal y alentar la respuesta cívica que de alguna manera, en estos momentos turbulentos, es el único oasis de dignidad del que siempre se podrá estar orgulloso.
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