Pedro Sánchez
Opinión: "Los enemigos de la democracia liberal"
El martes 12 de noviembre de 2019 la palabra «progresista» ingresó en el lazareto de la historia. «Un gobierno progresista», dijo Pedro Sánchez, «integrado por fuerzas progresistas» y que «va a trabajar por el progreso de España».
Conviene entender que el socio necesario, Unidas Podemos, y el vicepresidente al mando, Pablo Iglesias, son los mismos que hace apenas seis meses eran vistos como gente de mal vivir, indeseables que no defiende «la democracia española».
Sánchez, loado sea, no podía permitirse «el lujo de tener a un vicepresidente del Gobierno con una divergencia muy seria en un área fundamental». Sánchez, y con él la práctica totalidad de los españoles, no dormiría si osaba franquear el consejo de ministros a semejante chorbo. En su lugar reclamó «a un vicepresidente que defienda la democracia, que diga que este país es un Estado democrático y de Derecho y que el Poder Judicial es independiente del Ejecutivo».
Sánchez, claro está, ve progresistas y fascistas igual que Donald Trump distingue héroes y traidores y, más en general, los populistas del mundo unidos vislumbran amigos y enemigos del pueblo, leales y desleales a la causa de la libertad, emisarios de la democracia o emperadores de la calamidad en función de las genuflexiones cosechadas. Sánchez, por cierto, ha aprovechado que el Rey Felipe VI estaba de visita oficial en Cuba para anunciar preacuerdos de gobierno mucho antes de cualquier ronda de consultas y, ya puesto, pregona una de las vicepresidencias, graciosamente concedida a Iglesias.
El gobierno que nace deja en cueros el primer Frankenstein. Franquea el chantaje de las oligarquías locales imaginables, posibilita la coacción de los gurús identitarios y consagra la influencia en cuarto creciente de unos criminales, delincuentes condenados por sedición y malversación, al tiempo que hace buenos los delirios de los cantonalistas, blanquea a ex terroristas y portavoces y regala un masaje, otro más, a los separatistas.
Con todo lo más letal ha sido contemplar la indecente legitimación de un partido que nació con el objetivo de impugnar y/o derribar el régimen del 78.
Una formación iliberal, que apuesta por los plebiscitos frente a los mecanismos representativos, que en varias ocasiones ha apoyado el derecho de autodeterminación y la celebración de un referéndum en Cataluña. Un partido cuyos principales ideólogos vendieron consejos al chavismo. Si el nacionalismo de Vox son las plegarias atendidas de unos irresponsables, niñatos de la gasolina, politólogos hibernados, nenes de la casta amamantados en las ubres intelectuales del peronismo, la aprobación institucional de Podemos nos coloca frente al despeñadero.
Quedamos al albur de una gente enemistada con el sistema. Que no es otro que la democracia. Imperfecta, golpeada por la crisis económica y de representatividad, roída por el fantasma de la desigualdad, discutida por los casos de corrupción y etc. pero también homologada como una de las veinte mejores del mundo por todos los organismos internacionales y único dique realmente existente frente al áspid totalitario.
¿Qué ha cambiado respecto al mes de abril? La desertización del espacio del centro, con Ciudadanos en el forense, Albert Rivera recluido con su caniche y el PP violentado por las sobreactuaciones y excesos equinos del voxismo.
Lo que no varía ni un centímetro es la ofensiva insurreccional y golpista en Cataluña. Mientras Iglesias y su ya socio hablaban de diálogo y patatín el parlamento autonómico votó nuevamente por la autodeterminación. Su atroz respuesta a la sentencia del Tribunal Supremo, favorecida por los zumbados de la CUP, no acabó en el boletín de la cámara porque el Constitucional advirtió a Roger Torrent de las consecuencias. Dice el PNV, por boca de su portavoz, Aitor Esteban, que «Este gobierno debería afrontar y dar solución a los problemas de encaje territorial de la nación vasca y la nación catalana en el Estado».
El chantaje, la coacción y un lenguaje inservible son algunas de las marcas de fábrica de los demonios juramentados contra la democracia.
Cuarenta años después de propiciar un histórico pacto por la reconciliación y un memorable acuerdo para que vivieran juntos los distintos como libres e iguales avanza sin brida el cáncer de la disgregación. «No nos dejéis solos con los españoles», suplicaba en 2016 Pablo Iglesias a los matarifes del Estado de Derecho con ocasión de una charla en una Herriko Taberna. Que nadie dude de que en su cabotaje rumbo a la liquidación por derribo seguirá contando con ellos.
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