ETA
Otra trampa para tapar la división interna
Algo esconde la serpiente cuando muestra su rostro más amable y pretende engañar a propios y extraños. Los expertos en la lucha contra ETA lo tienen claro: se trata de una maniobra de distracción ante los crecientes problemas internos por los que atraviesa la banda y su entramado. Lo que hace cinco años parecía imposible, hoy está en la agenda subrayado con lápiz rojo: escisión. Por un lado, el terrorismo callejero, «kale borroka», ha reaparecido en las calles del País Vasco y Navarra. «Es algo testimonial», claman los «buenistas», pero ahí están los que no se contentan con romper cristales o quemar autobuses o cajeros, sino que pretenden atacar a los agentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Utilizan el argumento de que se limitan a luchar contra la represión, como autodefensa, cuando lo que pretenden es ejercer la violencia pura y dura. Resulta preocupante porque está demostrado que este tipo de movimientos, controlados desde la sombra por quienes tienen definidos unos planes concretos (que no coinciden precisamente con los de Arnaldo Otegui y Sortu) pueden dar el «salto cualitativo» en cualquier momento y pasar de la violencia callejera al asesinato. No es sencillo, cierto, salvo que se disponga de un sustrato táctico e ideológico. Y éste es el segundo aspecto del problema, que se complementa como un guante, con el anterior: los presos. La división de los reclusos de ETA, en teoría agrupados armoniosamente bajo las siglas del EPPK, es una realidad que ya nadie se ocupa de desmentir. Entre 100 y 150 reclusos, los que tienen por delante largas penas por haber cometido numerosos asesinatos o habérseles aplicado el nuevo Código Penal, están que «echan los dientes». Tanta lucha, tanto «mako» (cárcel), para que ahora venga el «de Elgóibar» (Otegui), que está en la calle y disfruta de una fama que se ha creado a sí mismo (pero que le hace muy feliz), a proclamar que eso de la amnistía para todos o para ninguno, son lemas apolillados del pasado, que hay que acomodarse a los nuevos tiempos. Si algunos tienen que estar otros 10, 15 años en la cárcel, o los que sean, pues que se lo tomen como una contribución a la gran Euskal Herria, pero que no den la lata. El cóctel es realmente peligroso: por un lado, una juventud desilusionada, que ve la República Socialista de la que les hablaron como algo absolutamente inalcanzable, que viven en una zona de España gobernada por los de traje y corbata que cada día controlan mejor los resortes del orden público y la economía. Por el otro, los «gudaris» (soldados vascos), que no hacen sino cumplir con su obligación que es la de purgar por los gravísimos crímenes que cometieron y contar los días, semanas, meses y años tras los barrotes de las celdas. Unos y otros coinciden que esto no fue lo que les dijeron cuando se anunció a bombo y platillo el fin de las actividades «armadas» de ETA a cambio de unas contraprestaciones, que sólo han llegado para los «moketalaris» (los que pisan moqueta). Los elementos para que el terrorismo vuelva al País Vasco y Navarra están ahí; otra cosa es que vaya a ocurrir a corto o medio plazo, pero el mero hecho de que figuren encima de la mesa es algo a tener en cuenta. Y eso es lo que han debido pensar los que han montado, esta vez con la complicidad de elementos de la sociedad francesa poco informados o enfermos de credulidad, cuando han montado lo que parece un nuevo escenario de transferencia de responsabilidades. El mensaje subliminal de lo que se había filtrado a la hora de redactar estas líneas es que si no se desarmaban es porque no les dejaban. ¡ De traca!
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