Caso Nóos
Sin gloria para el juez Castro
La sentencia supone un varapalo al magistrado que, según aseguran en Palma, «quería darse postín» a costa de su cruzada contra la Casa Real sin la que, señalan, «sería un juez de pueblo anodino».
La sentencia supone un varapalo al magistrado que, según aseguran en Palma, «quería darse postín» a costa de su cruzada contra la Casa Real sin la que, señalan, «sería un juez de pueblo anodino».
«Me ha interrogado como si fuera un ‘‘chorizo’’ cualquiera». La frase corresponde a un alto ejecutivo mallorquín con apellido noble que un día hubo de comparecer ante el juez José Castro Aragón y define el carácter de un hombre a quien todos en las Islas Baleares definen como el «azote» obsesivo del poder. Desde su llegada al juzgado de instrucción número tres de Palma tuvo en su mira a políticos y empresarios de fuste y, sobre todo, su gran gesta, a la Casa Real de España. Su pasado como funcionario de prisiones le otorgó siempre una mezcla de autoritario implacable y unas instrucciones altamente duras como en los casos «Calviá» y «Palma Arena», llevándose por delante a nombres emblemáticos insulares como Jaume Matas o María Antonia Munar. Ahora, la sentencia de la Audiencia Provincial mallorquina sobre la Infanta Cristina y su marido, Iñaki Urdangarín, rebaja claramente, amortigua y dejan en evidencia su petición procesal.
Compañeros de trabajo, periodistas de Tribunales y vecinos del barrio del Molinar dónde vive coinciden: «Hay una transformación del juez Castro antes y después de la Infanta». Nadie duda que este caso le marcó y lo utilizó mediáticamente a su antojo: «Quería darse postín», dicen algunos. Durante cinco largos años de instrucción José Castro mantuvo sus cotidianas costumbres. Aunque llevaba en el foco mediático desde 2009, cuando estalló el «caso Palma Arena», sus allegados reconocen que el asunto de la Infanta Cristina desbordó toda previsión. «Han venido hasta periodistas de Japón», comentaban por los alrededores de los Juzgados ante la marabunta informativa, donde por vez primera hizo el paseíllo una Infanta de España. Nacido en Córdoba, antes que juez fue funcionario carcelario y accedió a la Judicatura por el cuarto turno. Según compañeros de entonces, se declaraba de izquierdas en todos sus destinos: Dos Hermanas (Sevilla), Arrecife (Lanzarote), Sabadell y un juzgado laboral de Palma, su primer puesto en la islas, hasta recalar en el número tres de instrucción.
Poco antes de cumplir 70 años, Castro se negó a jubilarse y solicitó su prórroga en el juzgado número tres para concluir la macrocausa del «Palma Arena», dividida en veintisiete piezas. Le fue concedida por el Consejo General del Poder Judicial, por lo que seguirá otros dos años como un juez «campeador» contra los poderosos y la corrupción. Separado, padre de tres hijos, dos abogados y uno procurador, es rígido y metódico. Llega a su despacho a la hora habitual, ocho y media de la mañana y saluda a los periodistas. Suele ser correcto, aunque «hay días que viene cruzado», explican los allí apostados. Como cuando se crispó bastante en su duro enfrentamiento con el fiscal Pedro Horrach, antaño su íntimo amigo.
Personas que bien le conocen recuerdan que Castro ha tenido en estos años problemas de salud. En concreto una dolencia cardíaca, una fractura de hombro y varias costillas consecuencia de un accidente de moto, su gran pasión, que le obligó a cambiar por la bicicleta Acude con periodicidad al médico, quien le ha diagnosticado fuerte subida de tensión arterial. Nada extraño que en estos cinco años estuviera «inquieto y muy estresado», según su entorno.
Durante su trabajo en el despacho, al que siempre llega en bicicleta y ya escasas veces en moto, sale a un bar cercano para tomar café con algún compañero. Al acabar la jornada, el juez retorna a su barrio de El Molinar, pegado a Portixol, dónde también viven sus hijos y nietos. Tiene fama de no esconderse de nadie, pero la trascendencia de su veredicto hace que ahora incremente, aún más, el celo de su vida privada. Con su actual compañera, una mujer muy discreta de Inca, sale muy poco y lleva días, desde que se avecinaba la sentencia, sin frecuentar un local de flamenco, del que es aficionado. Sólo ha recibido las visitas de sus tres hijos, fruto de su primer matrimonio, y sus nietos, con quienes monta en bicicleta por el barrio palmesano. Dicen que no hace ascos a un buen vino y le gusta el merengue caribeño, que «bailotea» en la intimidad. «Baila bien y nunca pierde el equilibrio», comentan con sorna sus amigos.
Tampoco ha dejado de acudir al gimnasio dónde practica kendo, un arte marcial japonés. En su entorno aseguran que no hay un cambio sustancial en su persona y en su vida por la declaración a la Infanta, si bien admiten que el «estrés» va por dentro, sobre todo por el acoso y presiones que, según cuentan, ha sufrido. No le gusta que le fotografíen con la toga y ha prohibido ya de por vida los móviles en el interior de la sala donde la hija del Rey fue interrogada, en un acto sin precedentes. Sin duda, el más difícil de su carrera y el que ya le ha hecho entrar en la historia. Si lo buscaba, lo logró, pero también desactivado. En el mundo judicial había ayer una opinión: si Castro no hubiera sido el instructor de una hija y hermana de Rey, sería un juez de pueblo anodino. La gloria, si algún día la buscó, con esta sentencia se le ha acabado.
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