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¿Qué coño está pasando con “Qué coño está pasando”?

El sesgo, la ausencia total de objetividad, es evidente. No hay apenas espacio para la alternativa, para otra visión, otra perspectiva. No cabe la disidencia. No se busca la pluralidad, entender una realidad. Se busca solo apuntalar una postura

Imagen del documental "Qué coño está pasando" de Netflix
Imagen del documental "Qué coño está pasando" de NetflixlarazonLa Razón

Anoche vi en Netflix el documental “Qué coño está pasando”, de Rosa Márquez y Marta Jaenes. Empezaré reconociendo que no esperaba nada sesudo y profundo, pero sí una alternativa digna al documental sobre la migración masiva de cangrejos en la Isla de Navidad, que tan ricas y agradables siestas me ha regalado este 2019 que acaba. Y no.

Aunque no esperaba, como digo, excelencia ni rigor, sí me sorprendió que fuera, por el contrario, tan desvergonzadamente superficial y somero. Que la culpa es mía, también os lo digo, porque soy una optimista. Y yo leo las críticas y me encuentro con unos “oh” y unos “ah” y algún “debería ser de obligatorio visionado en los colegios y los institutos” e, incluso, un “el Ministerio de Igualdad lo ha señalado como de especial interés”, y allá que voy yo dando aleteos, feliz. Como un lepidóptero hacia una luz ultravioleta. Y con idéntico resultado. Pero por sopor, en lugar de por freimiento.

Así que el otro día, arrastrada por un interés sociológico, casi antropológico diría yo, colgué el cartel de “no molestar”, apagué los dispositivos móviles (exagero para darle emoción a este párrafo, que no apago yo todos los dispositivos móviles ni hartica de vino, ¿por quién me toman?), me abastecí de avituallamiento como para que sobreviviese a un holocausto una población de pequeño tamaño y me apoltroné en el sofá, mando en mano para poder darle a pause si la ocasión lo requería. Y vaya si lo requirió.

Desde el principio queda claro que está planteado desde la militancia y la premisa es clara: si estás de acuerdo, es que has abierto los ojos y has entendido La Verdad (así, con mayúsculas y solo una) y, si no estás de acuerdo, eres un cerdo machista merecedor de todo mal. O sea, que tienen razón. Sí o sí. Por acción o por omisión. Aquí no nos queda otra que reconocer que, al menos, no disimulan y que la trampa es buena.

Lo resumo: una sucesión de testimonios de mujeres, uno detrás de otro, trufaditos de fragmentos de películas, noticias, anuncios o declaraciones de políticos seleccionados para corroborar, irrebatiblemente, la tesis principal. Que los hombres son malos y las mujeres, buenas. Que el heteropatriarcado nos invisibiliza, nos cosifica, nos somete, nos mata, nos viola. Y luego, ni nos llama.

El sesgo, la ausencia total de objetividad, es evidente. No hay apenas espacio para la alternativa, para otra visión, otra perspectiva. No cabe la disidencia. No se busca la pluralidad, entender una realidad. Se busca solo apuntalar una postura. Los pocos testimonios que podrían haber aportado algo de interés o plantear una réplica sustancial se desdibujan, azarosamente quizás (o quizás no tan azarosamente), entre toda una cáfila de lugares comunes, lloriqueos y bagatelas vestiditas de domingo. Todo lo que es planteado ahí no encuentra réplica, se valida y se sigue para adelante. A otra cosa. Aunque no se apoye en datos, en cifras, en nada concreto y tangible. Todo es emocionalidad e impostada trascendencia. 86 minutos de “yo creo” elevados a categoría de “yo sé” por arte del autoenaltecimiento moral que otorga la victimización e irresponsabilidad violeta. Con un par.

Se tratan, es cierto, temas de actualidad (como la gestación subrogada, la prostitución o la pornografía) pero de una manera tan superficial y vacua que sonroja. Y esa sensación de vergüenza ajena, como si una señora muy gorda se te hubiera sentado encima y no te dejara respirar bien o moverte con libertad en tu silla, no te abandona en todo el tiempo. Tienes la necesidad constante de comprobar, deteniendo el visionado (bendito botón de pause), que estás ante un trabajo profesional y documentado, y no el ejercicio de extraescolares para el 8 de marzo de un grupo de chavalitos de primaria a los que ha prestado la cámara el padre y han entrevistado, entre bocata de nocilla y trago de cola cao, a las amigas de su madre y de su prima.

“Qué coño está pasando”, hay que reconocerlo, hace mucho más por la igualdad real que todas las medidas institucionales adoptadas hasta ahora y que todo el griterío de este esquizofeminismo nuestro de cada día.

Hace ya décadas que las mujeres talentosas, brillantes y capacitadas acceden a puestos de responsabilidad, destacan y triunfan en su profesión con esfuerzo y constancia. Los ejemplos son muchos. La igualdad real, la de verdad de la buena, pasa invariablemente por mujeres mediocres obeteniendo relevancia con resultados mediocres. Porque es ahí donde los hombres nos llevan la delantera.

Y aquí tenemos, por fin y afortunadamente, un trabajo audiovisual mediocre obteniendo una relevancia inmerecida si nos atenemos exclusivamente a su factura, calidad y enjundia. Un documental absolutamente prescindible que, no solo es que no aporta nada, es que te hace perder 86 minutos de vida que bien podrías haber invertido en salir con los amigos, yacer junto a un amante, desparasitar mascotas, acabar con un mueble bar no muy grande o dilapidar una pequeña fortuna.

Yo, de hecho, voy a intentar hacerlo todo antes de que acabe el año. Me lo debo. Quiero mis 86 minutos de vida de vuelta y los quiero ya.