Familia

Esto es un cuerpo y no el de la guardia civil

Lo cierto es que no recuerdo la última vez que me piropearon, lo que por sí mismo, la verdad, es un poco triste.

Lo cierto es que no recuerdo la última vez que me piropearon, lo que por sí mismo, la verdad, es un poco triste.
Lo cierto es que no recuerdo la última vez que me piropearon, lo que por sí mismo, la verdad, es un poco triste.EFE

Lo cierto es que no recuerdo la última vez que me piropearon, lo que por sí mismo, la verdad, es un poco triste. No me refiero a los halagos que haya podido recibir de modo directo o incluso indirecto, a palabras que se me dijeran para alabarme, o, incluso, a miradas, sino al piropo, el requiebro, ese arrebato apasionado y verbal (aunque no siempre vocalizado) de un extraño, de un completo extraño, ante la belleza femenina que se le ha cruzado. Y qué alarde de ingenio y simpatía han sido y son algunos piropos, qué derroche de poesía callejera cuando, alguna vez, el admirado varón te decía uno de esos piropos ocurrentes y divertidos. Yo recuerdo uno que me hizo reír mucho en su momento: «Niña, ¿no quieres un novio feo pa que no te lo roben las amigas? »

De esa clase de piropos y cuándo recibí uno por última vez, no me acuerdo, y no sé si tener ya más de cuarenta será la lamentable razón, aunque tiene que ver, claro. Tendría que consultar a alguna jovencita despampanante para hablar con (más) elementos de juicio, pero me atreveré a decir que ni siquiera una espléndida joven recibe la mitad de la mitad de piropos de los que recibió la generación anterior a igualdad de méritos estéticos. El piropo, la mera palabra, ha sido ya convenientemente apresada por el nuevo orden y aunque en su caso no ha sido erigida como patrimonio exclusivo y excluyente de cierta clase de izquierda, como ha ocurrido con el ecologismo, el feminismo o el progreso, que ya solo se pueden entender, definir y aplicar según los preceptos que esa clase de izquierda decida, sí ha sido convenientemente despojada de toda connotación inofensiva o incluso neutral. El piropo ya es algo preocupante, cuando no dañino y, cómo no, ofensivo. Igual que una mirada que una no ha pedido puede invocar poco más o menos a Satán según la susceptible fémina que la reciba, el piropo ya ha sido etiquetado como pernicioso y no se le da lugar en la sociedad actual. Las mujeres tenemos que rechazarlo, cuando no condenarlo o, directamente, denunciarlo.

El piropo es ya, por tanto, otra palabra prostituida y devaluada, convertida en arma arrojadiza, en criatura en franco peligro de extinción (todavía se dirán, espero, aunque sea en olvidados parajes rurales o por aguerridos miembros de la resistencia)  por obra y gracia de la nueva forma de entender las relaciones entre hombres y mujeres y esa repulsiva insistencia en que acatemos sin rechistar con ella.

Porque es que ya «piropo» no es lo que se ha entendido siempre, o lo que seguimos entendiendo muchos. Ya no es una expresión de reconocimiento, más o menos elaborado o primitivo, eso es indiscutible, a la belleza o el donaire de una mujer cualquiera. Ah, no, no. El piropo es lo que nos digan las nuevas autoridades autoerigidas como tales, y ellas ya han decidido que todo piropo es denigrante, un escarnio, un insulto y una invasión intolerable a la dignidad. A esta peña totalitaria y radical lo mismo le da que un albañil te suelte «ole las cosas bonitas» o que un descerebrado te haga fruncir los labios de genuino asco con una ordinariez gráfica y explícita. Estos nuevos dirigentes de nuestros pensamientos y hasta de nuestra percepción, nos quieren sumisos hasta en el instintivo gesto de pronunciar «depende», de que no es lo mismo ocho que ochenta, porque ellos ya han decidido por nosotras las mujeres, en el ámbito que hablamos, qué debe molestarnos y qué no. El grado, el efecto, las repercusiones, todo está ya analizado y resuelto, y la mujer objeto del denostado piropo apenas sí tiene mayor papel que el que parece que nos quieren soldar a los huesos: el de víctima.

El mensaje es claro, y solo ciertas mujeres de mi talante, esto es, las que todavía entendemos que el feminismo, precisamente, consiste en que ya decidiré yo qué me molesta o no, y ya me defenderé yo con una contundente réplica si no me gusta, nos resistimos al  implacable afán de enseñanza de todos estos que saben más que nosotras. Y el torpedeo es constante: «Si no te molesta un piropo, háztelo mirar. Evalúa qué herida del patriarcado aún te sangra y ponle remedio, mujer desnortada. Tú vales más que lo que te quiera soltar un transeúnte varón y lenguaraz (y ahora, además, temerario). Nadie tiene derecho a decirte lo que no quieres oír, lo que no has pedido ni autorizado. Te está ofendiendo, cosificando, te considera de su propiedad. »

Es con profundo pesar, entonces, que he de admitir lo mucho que lamento no acordarme del último piropo espontáneo y agradable que recibí.  Lo siento, pero todavía no me he integrado en lo que se espera de mí como mujer del S.XXI y quizá tenga la suficiente suerte para que sea demasiado tarde. Cuando me piropeen, con gracia y medida, sonreiré y me sentiré revalidada, no porque viniera sin validar de casa, ni porque tenga una autoestima patética y necesite el refuerzo de cualquier macho, sino porque igual que si de joven salía de fiesta me gustaba causar impresión, me gusta causarla ahora, con mayor razón porque ya no tiene una veinte años y sale a la calle de cualquier forma la mitad de los días. Y si el tío es un machista anclado en el Pleistoceno y se pasa de frenada, que nadie sufra por mí porque yo sola lo mandaré a la mierda, y es que, aunque les suponga un cortocircuito a ciertos individuos, hay mujeres que ya veníamos empoderadas de casa, antes de que viniera una caterva de dictadores de tercera a decirnos qué pensar de TODO.

A ver si aprendemos a dejar de medir el machismo en términos proporcionales a la delicadeza de la fragilísima piel que tanto insisten que tengamos las mujeres. He sobrevivido a incontables piropos bien dichos y a unos cuantos que he hecho tragar al emisor, y desde ya afirmo que sobreviviré a los que puedan quedarme, sin trauma alguno. Para que yo me sienta cosificada, hace falta más empeño que escuchar un «guaaaaaaapa» desde lo alto de un andamio de cuando en cuando, y para que efectivamente lo fuera, hace falta mucho más que un piropo.

Por cierto que el otro día un grupo de adolescentes del sexo femenino, con muchas risitas capciosas y colectivas, y murmurando lo que, me juego el cuello, no eran rimas de Bécquer, rodearon a un atribulado y musculoso repartidor que descargaba cajas de un furgoneta, con una notoria falta de buen gusto y educación.

Imagino que eso demostrará, claro está, que ellas están empoderadas y el chico no tenía motivo alguno para sentirse molesto, prerrogativa que parece ya exclusivamente femenina, pero a mí me dio mucho asco, y me habría encantado que fuera al revés.

Para poder haberlo impedido, como hay que impedir siempre esa clase de acosos, y que todo el mundo me diera la razón.